El ambiente estaba impregnado de humedad, de ese olor penetrante a medicina mezclado con el aroma limpio de las mantas recién lavadas. Las cortinas, apenas corridas, dejaban pasar una luz tenue, casi dorada, que se filtraba desde la calle iluminando las partículas de polvo que flotaban en el aire. Era un silencio espeso, cargado de tensión, pero también atravesado por algo que Catalina jamás podría comprender: un hilo invisible de unión, un vínculo genuino de familia.
Ana Lucía, sentada al borde de la cama, cuidaba de Emma con una paciencia infinita. Le acariciaba el cabello con suavidad, siguiendo el ritmo pausado de su respiración entrecortada. Había amor en cada gesto suyo, tanto, que resultaba imposible dudar de lo que sentía por la niña.
No importaba lo que había pasado antes, ni las peleas, ni las miradas llenas de veneno que Catalina le había lanzado tantas veces. Para Ana Lucía, Emma era un ángel especial, una pequeña llena de vida, de amor y de esa chispa única que le recorda