Bruno
Las luces del festival creaban un brillo cálido en el ambiente, reflejándose en los rostros felices de las familias que paseaban por las calles decoradas. Era imposible ignorar el aroma embriagador de las flores. Cada esquina del lugar estaba llena de colores vivos: rosas, girasoles, margaritas. Cindy caminaba a mi lado, con las manos hundidas en los bolsillos de su chaqueta, los hombros ligeramente encogidos por el frío. Su cabello rubio caía en ondas suaves sobre su espalda, y cada tanto, una brisa juguetona lo movía de manera que parecía salido de un maldito comercial de champú. No me gustaban los festivales. Tampoco las multitudes. Pero ahí estaba, caminando entre puestos decorados con flores. —¿Te gusta este tipo de cosas? —preguntó de repente, girando la cabeza hacia mí. Sus ojos azul como el hielo puro, se encontraron con los míos. —No. Ella rió, un sonido suave, casi musical. No debía gustarme tanto, pero lo hacía. Ella era como una droga. Y yo, un idiota que había caído en su adicción. —¿Alguna vez has disfrutado algo en un festival? Algodón de azúcar, juegos… —No soy de festivales. —Miré hacia adelante, evadiendo la intensidad de su mirada. —Bueno, ahora sí. —Declaró con una convicción casi infantil. Me volví hacia ella, arqueando una ceja. —¿Ahora sí, qué? —Ahora sí disfrutas. Porque estás conmigo. Negué con la cabeza y solté un resoplido. No era una risa, pero estaba cerca. Ella lo notó porque sus labios se curvaron en una sonrisa satisfecha. —No hagas suposiciones, Cindy. —¿Por qué no? —Hizo una pausa, mirando de reojo un puesto lleno de flores violetas. Luego volvió a mí con una chispa de curiosidad en la mirada—. ¿Siempre has sido así, tan reservado? —Sí. Su risa sonó de nuevo, como si hubiera contado un chiste y dijo: —¡Que aburrido! Seguí caminando sin responder, pero no pude evitar observarla de reojo. No quería mirarla, pero no podía evitarlo. Cada vez que lo hacía, sentía un maldito tirón en el pecho, como si algo dentro de mí intentara recordar que ella era demasiado joven, demasiado pura, para todo lo perverso que cargaba dentro. —Cuéntame algo de ti. Apenas te conozco. ¿Te gusta bailar? —soltó cuando pasamos al lado de un músico callejero que recibía ofrendas de las personas que cruzaban. —No bailo. —¿Nunca? —No. Cindy rodó los ojos y cruzó los brazos frente al pecho. —¿Qué haces aparte de trabajar? —preguntó. —Aparte de trabajar, trabajo y trabajo, pero no voy a contarte en qué. —¿Por qué? —Porque no es asunto tuyo. Ella se mordió el labio, y como si no quisiera que la mirara, giró la cabeza. —Lo que tienes de guapo lo tienes de gruñón ¿Sabes? No respondí nada y ella no parecía esperar respuesta. Seguimos caminando. Yo la miraba de reojo más de lo que debería. Era imposible no hacerlo. Sus pupilas eran tan transparente, parecían resplandecer incluso bajo la tenue luz de las guirnaldas, y cada vez que giraba la cabeza para mirar algo, su perfil perfecto se grababa en mi mente como una maldita arma letal. —Mira, esas parecen margaritas gigantes —comentó, señalando un puesto con flores blancas desproporcionadamente grandes. Su voz tenía una mezcla de entusiasmo y ternura que me desarmaba un poco. —Ajá —respondí. —Todo está muy bonito, ¿Verdad? La miré directamente por un instante, lo suficiente como para notar cómo el frío había enrojecido levemente sus mejillas. Ese detalle, absurdo y pequeño, me hizo querer besarla ahí mismo, y calentar sus labios con mi boca. Pero solo encogí un hombro. —Eso parece. Aunque demasiada gente para mí gusto. Se quedó un rato en silencio. Sus ojos fueron a parar hacia un grupo: El hombre arrodillado en medio de la multitud, con una cajita negra abierta en la mano. La expresión de su rostro era tan solemne, tan entregada, que casi parecía sacada de una película cursi. Su pareja, una mujer morena con un vestido ligero de flores que combinaba con el tema del festival, llevaba las manos a la boca, los ojos llenos de lágrimas de emoción. La escena tenía todos los clichés posibles: un grupo de curiosos formando un semicírculo alrededor de ellos, algunos incluso sacando sus teléfonos para grabar el momento, y pétalos de flores que caían del aire como si alguien hubiera planeado todo eso con precisión milimétrica. Pero no, solo era el viento desojando algunas rosas. —¿Tú te atreverías hacer algo así? —soltó Cindy, mirándome con alguna chispa. —No —dije queriendo matar cualquier inicio de confusión en ella. Yo ya había pasado por eso y no lo volvería a repetir, ¡Jamás! Mas adelante y después de estar callada un rato como si pensara en algo soltó: —Esto parece una cita. Lo dijo de una forma tan casual que tardé un segundo en procesarlo. Me detuve a mirarla, y ella estaba con la vista al frente, como si hubiera dicho cualquier cosa trivial. Cómo si estuviera con cualquier crío de su barrio que la invita a una feria para conquistarla. No, yo no era nada de eso. —No tengo citas, Cindy —respondí mas seco de lo que pretendía. Ella giró su cabeza hacia mí, sorprendida al principio, pero su expresión rápidamente se transformó en algo que no me gustó: una mezcla de decepción y resignación. —Claro —murmuró, volviendo a mirar los puestos frente a nosotros. No dijo nada más, pero su tono, aunque tranquilo, dejó algo en el aire que me hizo sentir como si hubiera cometido un error. Se nos atravesaron tres niños que corrían con globos y algodón de azúcar en la mano, riendo. Ella se echó a un lado para darle paso, quedando al lado de uno de los puestos. —Cómprame flores. Dijo posando su vista en el puesto de rosas, y mirándolas como si realmente las necesitara. Mis ojos se desviaron hacia el puesto de flores. Los colores parecían más vivos bajo las luces del festival, y por un momento pensé que este lugar, con toda su dulzura y banalidad, no era para mí. Pero para ella sí. —¿Flores? —pregunté, mi tono cargado de confusión aunque si había entendido. —Sí. Quise negarme. Quise soltar algún comentario sobre cómo hubiese preferido que me pidiera un departamento o un auto deportivo, ante que comprarle aquella cursilería. Pero no lo hice. No pude. Algo en la manera en que estaba mirándome, como si me dijera: qué por favor no abriera la boca en algo que pudiera desilusionarla. —Elige las que quieras —solté finalmente, con un tono tan seco como si estuviera cerrando un trato de negocios. Su rostro se iluminó, y yo me maldije por dentro al notar cómo ese simple gesto me afectaba. Me agradaba ver esos ojitos brillar. Ella dio un par de pasos hacia el vendedor, mirando los ramos con detenimiento, mientras yo cruzaba los brazos y me mantenía a unos pasos de distancia, con cierto desinterés. —¿Segura que no quieres algo más? —pregunté, tratando de recuperar el control de la situación. —No, las flores están bien. —Ella tomó un pequeño ramo de rosas blancas, girándose hacia mí con una sonrisa radiante. Tuve que mirar hacia otro lado. Esa pureza suya, ese contraste tan marcado con todo lo que yo era, me resultaba insoportable. Pagué por las flores, y mientras el vendedor intentaba darme el cambio, el cual no acepté. Cindy las olía con una expresión de genuina felicidad. Me hizo sentir como si acabara de hacer algo importante. Seguimos caminando, ella sujetando su ramo con ambas manos y yo metiendo las mías en los bolsillos de mi abrigo. El festival seguía vivo a nuestro alrededor, pero yo apenas podía escuchar el ruido. Todo lo que podía notar era cómo sus ojos brillaban cuando hablaba de cualquier cosa. —¿Por qué no te gustan las citas? —preguntó de repente, sin mirarme, como si quisiera sonar casual. Suspiré. —No es que no me gusten. Es que no las necesito. Ella me miró de reojo, evaluándome. —Eres un poco arrogante, ¿no? —Yo lo llamaría un hombre muy seguro de lo que quiere —respondí. Ella rió por lo bajo y volvió a mirar las flores en sus manos. —Te sobra ego —me miró con una intensidad peligrosa. —¿Te molesta? Se detuvo por un momento, girándose hacia mí con una expresión que no pude leer del todo. —No lo sé. Me gustas, así que supongo que puedo soportarte. Fue un golpe inesperado, una confesión tan sencilla que me dejó sin palabras. Ella lo sabía, y antes de que pudiera responder, volvió a caminar, dejando que el sonido del festival llenara el espacio entre nosotros. Me quedé allí, mirándola mientras se alejaba un par de pasos. Y aunque quería convencerme de lo contrario, sabía que algo en ella me volvía loco, algo que no podía controlar. Y eso era, en sí mismo, peligroso.