La semana había pasado entre susurros y miradas cómplices. Greeicy ya no era la muchacha nerviosa y a veces grosera que levantaba murallas para ocultar lo que sentía. Dylan había logrado derribar, poco a poco, cada una de esas defensas, y ahora caminaban juntos sin necesidad de esconder nada.
En la ciudad, los flashes no se hacían esperar. Cada vez que salían a algún restaurante, a una reunión o simplemente a recorrer una calle concurrida, las cámaras se levantaban. La diferencia estaba en Dylan: ya no la tomaba de la mano como un gesto forzado para callar rumores, sino con una naturalidad que transmitía orgullo. Su pulgar acariciaba la piel de Greeicy en pequeños gestos que hablaban más que cualquier declaración oficial.
—¿Te incomoda? —le preguntó una tarde, cuando las cámaras los siguieron hasta el estacionamiento del edificio empresarial.
Greeicy negó con la cabeza, apretando su mano un poco más.
—No. De hecho… me gusta. Me hace sentir segura.
Dylan sonrió, y en sus ojos brillaba