El amanecer entró despacio por las cortinas claras de la habitación de hotel. La luz dorada se filtraba como un susurro, acariciando las sábanas desordenadas, aún impregnadas del calor de la noche anterior. El aire olía a una mezcla de perfume floral —el que Greeicy había usado para el evento— y el tenue aroma a licor que se había impregnado en sus pieles tras los brindis.
Dylan fue el primero en abrir los ojos. No lo hizo con la rigidez habitual del empresario que siempre calculaba el próximo movimiento, sino con una suavidad que rara vez mostraba. Sus brazos todavía envolvían a Greeicy, y la sensación de tenerla tan cerca, con el rostro descansando sobre su pecho, le provocó un calor inesperado en el corazón.
—Buenos días… —murmuró con voz ronca, inclinándose para besar su frente.
Greeicy se removió, apretando un poco más su mejilla contra él, como si quisiera robarle unos minutos más al sueño. No abrió los ojos de inmediato; solo sonrió con esa timidez encantadora que lo volvía loc