La mañana había amanecido gris, como si el cielo presintiera la tormenta que se avecinaba. La mansión de los Montenegro, solemne y silenciosa, guardaba en sus muros los ecos de una tensión contenida. Aníbal bajó lentamente las escaleras de mármol, con la corbata floja y el rostro endurecido. Había pasado la noche en vela, y en sus ojos se dibujaba esa mezcla de cansancio y decisión que precede a un acto irreversible.
Al entrar en el salón principal, encontró a Amalia sentada en uno de los sofás de terciopelo azul, vestida con su bata y bien maquillada a pesar de que era temprano. Sostenía una taza de café con una mano engalanada de joyas, y al verlo, esbozó esa sonrisa altiva que tanto lo había sofocado a lo largo de los años.
—¿Bajaste temprano? —preguntó con tono irónico—. ¿O es que por fin recuerdas que tienes esposa?
Aníbal respiró hondo, clavando la mirada en ella. Su voz, grave y firme, quebró el aire cargado del salón.
—Amalia… quiero el divorcio.
El silencio se volvió un cuchi