El aire en la sala de la mansión Suárez estaba cargado de una tensión sofocante. Afuera, la tarde caía lentamente, pintando el cielo con tonos naranjas y violetas que se filtraban por los ventanales. Sin embargo, dentro, nadie reparaba en la belleza del atardecer. La atmósfera estaba impregnada de un silencio expectante, apenas roto por el tictac metálico del reloj de pared.
Greta permanecía sentada en el sillón de terciopelo verde, con las piernas cruzadas y el rostro altivo, aunque sus manos delataban nerviosismo al apretar con fuerza la tela de su falda. Frente a ella, Dylan caminaba de un lado a otro como una fiera enjaulada, la mirada fija en el suelo, los puños cerrados. Greeicy estaba en un rincón, con los brazos cruzados y el corazón golpeando en el pecho: sabía que ese momento era inevitable, pero no por eso menos doloroso.
Aníbal, de pie junto a la chimenea apagada, observaba a todos con la seriedad de un juez que está a punto de dictar sentencia. Su mirada dura no se aparta