Los días habían pasado con un ritmo extraño, como si el tiempo se hubiera detenido y a la vez corrido demasiado deprisa. La tormenta que había sacudido a la familia parecía, poco a poco, dar tregua. Sin embargo, en algún rincón del mundo, el eco del pasado aún dolía.
En la cárcel, Amalia vivía un tormento distinto. Las rejas frías, oxidadas y cubiertas de polvo, eran ahora su mundo. El olor metálico se mezclaba con el hedor a humedad que impregnaba los muros, y el eco de los candados resonaba cada noche como un recordatorio de su derrota.
La primera vez que intentó imponerse, como solía hacerlo en su vida de lujos, una de las reclusas la empujó contra la pared y le dijo con desprecio:
—Aquí no eres nadie.
Ese día lo entendió. Ya no era la señora Suárez, ni la mujer de Aníbal, ni la madre protectora que decía ser. Era solo Amalia, una interna más, una sombra perdida.
Cada noche lloraba en silencio, recostada en el colchón duro que olía a sudor y lejía. Cerraba los ojos y murmuraba nomb