La ciudad se desplegaba frente a ellos como un mar de luces doradas que parpadeaban bajo el cielo nocturno. Dylan había aceptado la invitación a un importante evento empresarial, y aunque al principio pensó en ir solo, Elena se aseguró de que Greeicy lo acompañara. “Eres su esposa —le había dicho con su tono que no admitía réplica—. Tu lugar está a su lado.”
Así, días después de aquella cena con los Suárez, ambos viajaban juntos en el coche oficial de la familia Montenegro hacia el hotel más lujoso de la ciudad vecina. La tensión entre ellos había cambiado; seguía allí, sí, pero teñida de algo distinto, algo que los dos habían empezado a sentir desde aquella chispa accidental en la habitación.
El salón principal del hotel era majestuoso: lámparas de cristal colgaban del techo altísimo, lanzando destellos de luz que hacían brillar las copas y la vajilla. Las paredes estaban revestidas de espejos y molduras doradas, y un conjunto de músicos tocaba piezas clásicas que se mezclaban con el