Aiden White observó el nombre de Paris Storm parpadear en la pantalla de su teléfono. Su respiración se detuvo un instante. Sabía que esa llamada llegaría. Sabía que no podía evitarla, pero también que cualquier palabra mal dicha sería suficiente para que todo se desmoronara.
—Paris —respondió al fin, con la voz baja, casi contenida—. No es momento para hablar.
—¡Pues haz que lo sea! —replicó ella, furiosa, con esa firmeza que lo atraía y lo destruía al mismo tiempo—. Estoy camino a la mansión, Aiden. No me cuelgues, no te atrevas.
El silencio se alargó. El hombre cerró los ojos, se frotó la sien, consciente de que su mundo estaba por romperse en dos.
El auto negro de Paris se detuvo frente a las rejas de hierro forjado de la Mansión White. La llovizna de la tarde le daba a la fachada un aire espectral, y los vitrales encendidos parecían ojos vigilantes. Apenas cruzó el portón, el aire cambió; se volvió denso, pesado, como si la casa misma recordara lo sucedido.
El mayordomo, pálido y