39. El reflejo de lo prohibido
La biblioteca universitaria parecía un santuario olvidado, donde el tiempo se estiraba y las palabras impresas guardaban secretos celosamente. Ailén caminaba despacio entre los estantes, su respiración apenas audible en ese espacio casi sagrado. La luz dorada del atardecer se colaba por los ventanales altos, proyectando sombras alargadas sobre el piso de madera vieja y crujiente.
Cada paso la acercaba más a un misterio que no sabía cómo nombrar, pero que ardía en su pecho desde la feria cultural. La piedra que había tocado, el brillo inesperado, y aquella frase susurrada, resonaban en su mente como un eco distante que reclamaba respuestas.
Mientras sus dedos acariciaban el lomo de los libros polvorientos, una irregularidad en la pared llamó su atención. El contraste entre el orden de la biblioteca y aquel rincón oculto le provocó una mezcla de inquietud y fascinación.
Se acercó con cuidado, casi como si temiera romper el silencio que impregnaba todo. La rendija, cubierta de polvo y te