Lira
Desde niña me decían que había nacido con una sonrisa que desafiaba la tristeza. Mi abuela siempre repetía que yo era “la luz en medio de la tormenta”, aunque con los años comprendí que lo decía porque nuestra vida nunca fue fácil. Mis recuerdos más tempranos son los del humo de la chimenea impregnando la ropa, del pan duro que a veces nos alcanzaba para compartir entre cuatro, y de las manos callosas de mi padre cargando leña para sobrevivir otro invierno. Pese a la dureza de cada día, yo me sentía feliz, porque siempre supe que era amada.
Mi madre tenía esa mirada cálida que parecía derretir cualquier pena, y mi abuelita, aunque vieja y encorvada, guardaba en su voz un arsenal de historias mágicas que me hacían soñar con mundos mejores. Era una vida sencilla, pobre quizás, pero llena de pequeños instantes que yo atesoraba: las risas cuando el viento entraba por las rendijas de la cabaña, el calor de sus abrazos al dormir, los rezos en voz baja de mi madre pidiendo protección. C