Lyam
La oscuridad aún colgaba sobre los muros del castillo cuando lo divisé en el horizonte, erguido y poderoso como si desafiara al mismo tiempo. Había pasado días en medio del hedor, del dolor y la podredumbre de las manadas sometidas, y regresar con la visión de esas torres recortándose contra el cielo nocturno me produjo un extraño alivio. Pero no había paz en mí. Lo que vi allá afuera había calado en mis entrañas como veneno: aldeas en ruinas, lobos encadenados, mujeres reducidas a mercancía, niños ocultos como ratas en madrigueras. Cada imagen me acompañaba en el galope, recordándome que no era tiempo de descanso.
A mi lado, los centinelas escoltaban a las mujeres que habíamos rescatado. Algunas apenas podían mantenerse en pie; otras se aferraban a sus hijos como si fueran lo último que les quedaba en el mundo. Vi sus miradas apagadas, vacías, cargadas de miedo incluso bajo la protección de nuestros hombres. Esas mujeres eran un reflejo vivo de lo que estaba ocurriendo en todo e