Capítulo 3 Vender el Anillo de Bodas
Escarlata

—¡Escarlata! —la voz de Luciano atravesó la neblina de mi mente—. ¡Que alguien traiga al médico de la manada!

Sentí cómo unos brazos fuertes me levantaban del suelo y, a pesar del dolor que me invadía, logré percibir el perfume de Lilia impregnado en su camisa. Ese aroma me revolvió el estómago.

—Tiene una fiebre muy alta —le escuché decir con un tono cargado de urgencia—. Y su corazón late demasiado rápido.

La maldición pulsaba bajo mi piel, alimentándose de mi dolor, fortaleciéndose con cada traición.

Abrí los ojos lentamente para encontrarme rodeada de paredes blancas y envuelta en el inconfundible olor a desinfectante. Estaba en el área médica de la manada. Luciano permanecía sentado junto a mí, sosteniéndome la mano, con una expresión de preocupación que, por un segundo, casi me pareció sincera.

—Me asustaste —susurró, mientras apartaba algunos mechones de cabello de mi rostro—. ¿Qué hacías fuera de mi oficina?

—Los documentos del consejo —contesté con voz débil—. Los olvidaste en casa.

—Debiste pedirle a María que me los llevara —me reprochó él, mientras trazaba círculos en mi palma con su pulgar—, es obvio que no te encuentras bien de salud.

Vacilé un instante, antes de decidir medir sus reacciones.

—Es que... Me pareció ver a Lilia hoy temprano en el salón principal de la manada.

Su mano se tensó por un instante, antes de responder:

—Está de visita. Como sabes, viene de la línea noble de la Manada Sombra. Es importante mantener buenas relaciones con ellos.

—Claro, entiendo —respondí, volteándome, incapaz de soportar sus mentiras—. Las relaciones diplomáticas son fundamentales.

—Escarlata, mírame —repuso, tomando mi rostro y obligándome a mirarlo a los ojos—. Eres mi Luna, mi pareja. Nunca podría perderte. ¿Lo entiendes?

Esas palabras podrían haber significado algo para mí el día anterior, antes de haberlo escuchado burlarse de mis debilidades.

De repente, su celular vibró. Mientras leía el mensaje, un gesto fugaz cruzó su rostro.

—Necesitas comer —dijo rápidamente—. Volveré en un momento. Le pediré a María que te traiga algo. Descansa, mi amor.

Se levantó con apuro, pero logré sujetar su mano antes de que se alejara.

—¿Puedes quedarte un poco más, cariño? No tengo hambre todavía —le rogué en voz baja, aferrándome a su mano como si de ello dependiera mi cordura.

Por un momento, pareció dudar, pero volvió a sentarse, y envolvió mis manos con las suyas.

—Entonces tendrás que avisarme cuando tengas hambre, Lota.

Su distracción era evidente. Y, como para confirmarlo, su celular volvió a sonar. Lo revisó al instante, sin preocuparse por disimular.

—Lota, acabo de recordar que dejé un documento importante en la oficina que debo firmar cuanto antes. Volveré pronto con la cena. Espérame, ¿sí?

Su tono era tan urgente que ni siquiera intentó fingir interés. Con desgana, me preguntó cómo me sentía, antes de marcharse a toda prisa.

En cuanto salió, me quité el suero. Mis piernas temblaron al ponerme de pie, pero la determinación me impulsaba a seguir sus aromas mezclados hacia el bosque detrás de la enfermería.

El esfuerzo físico me produjo un intenso ardor en el pecho, mi visión se nublaba por momentos y el estómago me dolía horrores. Sin embargo, al contemplar la escena frente a mí, una poderosa náusea me invadió por completo.

Luciano abrazaba a Lilia desnuda, recostándola contra un viejo roble, mientras ella rodeaba su cintura con las piernas, aferrándose a su cuerpo, en tanto él la embestía con violencia. Sus gemidos eran agudos y constantes, y me desgarraban como cuchillas.

—Mi gran Alfa —gimió Lilia—. Eres mi héroe, corriste a rescatarme apenas te llamé.

—¿Quién te manda a enviarme fotos desnuda? —rio Luciano mientras continuaba moviéndose dentro de ella—. ¿No querías que te cogiera?

—¿Y tu perfecta Luna? —Lilia soltó una carcajada cruel—. La manada no deja de alabar sus talentos domésticos. Me pregunto si tiene la misma habilidad en la cama.

—Deja de hablar de Escarlata y concéntrate —le ordenó Luciano, enfocado únicamente su cuerpo, mientras la penetraba con fuerza. S sus grandes manos masajeaban sus pechos y sus labios besaban su hombro.

—Bueno, no la menciono entonces, bebé —dijo ella, con una sonrisa lasciva—. Sé que su relación es solo política. La hija del ex-Beta Alejandro te es muy útil, ¿verdad? Ay, Luciano, no tan fuerte… me lastimas.

—¿Por qué sigues hablando de Escarlata? —gruñó él—. Ella es mi Luna perfecta, la mejor mujer del mundo.

Luciano continuó lamiendo y mordisqueando su piel, mientras Lilia gemía, cada vez más excitada. El sonido de sus jadeos me perforaba el alma.

Mi mente me arrastró cuatro años atrás cuando Tomás, hijo de un Alfa visitante, se burló cruelmente de mí en una reunión de la manada.

—¿Qué clase de loba ni siquiera puede transformarse? —se mofó—. No eres digna de ser Luna.

Luciano casi lo mata. Rugió con furia, defendiendo mi honor, diciendo que yo valía más que cien lobos juntos, que mi corazón tenía más fuerza que cualquier cambiante.

Sin embargo, ahora se apareaba con otra mujer, reduciendo nuestro vínculo a una mera conveniencia política.

—Estaba celosa, pues eras tan bueno con ella y ella te amaba tanto —susurró Lilia con falsa simpatía—. Te seguía como una cachorra perdida, cocinando y limpiando...

—Tiene que destacar en algo, ¿no? —Luciano rio sin compasión—. No puede cazar, no puede pelear, ni siquiera puede transformarse. Al menos es útil en la cocina. Vamos nena, date la vuelta. ¿Cómo me comparas con tu exesposo?

—Sin duda tú eres mucho más fuerte, mi Alfa —jadeó Lilia.

Sus risas obscenas destrozaron la última chispa de esperanza que tenía.

Regresé tambaleándome a la casa de la manada, sintiendo cómo la furia crecía con cada paso. Le había entregado a Luciano dieciocho años de amor, cinco de los cuales habíamos sido pareja. Por él había soportado una maldición mortal, lo había apoyado hasta convertirse en Alfa y había consagrado cada momento a su felicidad. Y ahora, él lo había desechado todo por su verdadero amor, permitiendo que ella pisoteara mi orgullo.

En mi estudio, saqué mi mejor papel. Mis manos temblaban de rabia mientras comenzaba a escribir la segunda carta.

«¿Así que solo soy tu escalón para subir al poder?», pensé mientras escribía. «Ahora verás todo lo que estás perdiendo.»

Elegí cada palabra con cuidado, para que sintiera el dolor en carne propia cuando por fin leyera mi carta. Cuando terminé, la coloqué en una ornamentada caja de regalo junto con la primera.

El destello del anillo, valorado en un billón de dólares, capturó mi atención. Seguía en mi dedo.

Luciano había ordenado su fabricación a los chamanes más poderosos, impregnado con magia curativa que, probablemente, era lo que me había mantenido con vida los últimos cinco años.

—Tu salud es mi prioridad —me había dicho cuando lo puso en mi dedo—. Esto te protegerá siempre.

Ya no necesitaba ni deseaba su protección.

El dueño de la casa de subastas jadeó cuando coloqué el anillo sobre su escritorio.

—¡Luna Escarlata! ¡Este es el legendario anillo Corazón de la Tormenta! Tan solo la magia curativa...

—Póngalo en subasta inmediatamente —lo interrumpí sin vacilar—. La puja inicial es de diez millones de dólares.

Quería que Luciano viera lo poco que me importaba ahora su protección.

Al salir de la casa de subastas, regresé a la residencia de la manada. Pensaba que Luciano no vendría a casa esa noche. Sin embargo, inesperadamente, después de la cena, mientras ordenaba mi ropa, irrumpió de repente.

—¿Escarlata?

Al escuchar a Luciano gritar mi nombre con fuerza, me giré y lo encontré inmóvil en el umbral, con el rostro pálido y tembloroso.

—¿Por... por qué dejaste el hospital tan pronto?

—Me siento mucho mejor, así que me dieron de alta —respondí con calma, mirándolo directamente a los ojos—. No soporto la frialdad del centro médico —le respondí con calma, mirándolo a los ojos.

—Bueno... Está bien... —titubeó—. ¿Y por qué decidiste vender el anillo Corazón de la Tormenta?

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