Escarlata
A las 9:30 de la noche, por fin se abrió la puerta del estudio. Luciano entró apestando al perfume de rosas de Lilia, con el cuello manchado por su inconfundible labial rojo.
—Perdón por lo de la cena —me dijo con un tono cargado de culpabilidad, mientras el aroma de Lilia seguía impregnándolo todo—. El asunto de la manada...
—¿Te tomó más tiempo del que pensabas? —completé con una sonrisa forzada, tan frágil como un vidrio roto—. Está bien. Siéntate y come. La comida está fría, pero bueno, todo lo demás también lo está últimamente.
Se sentó con incomodidad, con la culpa emanando de él mientras picoteaba la comida fría. Lo observé en silencio, grabándome cada rasgo del hombre que había amado durante dieciocho años.
—El venado... —intentó decir con voz débil— está perfecto, como siempre.
Hice a un lado mi plato. Ya no era capaz de tragar otro bocado de nuestras mentiras.
—Te ves cansado, mi Alfa. Será mejor que descanses.
Vi cómo el alivio le relajaba el semblante ante la excusa perfecta para escapar.
—¿Estás segura? Todavía podríamos... —comenzó a decir.
—Dejémoslo para después —lo interrumpí con voz suave pero firme—. Ve a dormir.
Dudó por un momento, antes de asentir con la cabeza. Al levantarse, rodeó la mesa y me dio un beso en la frente.
—Te lo compensaré, lo prometo. Este fin de semana celebraremos como se debe.
Fingí una sonrisa, sabiendo que ya no nos quedaban muchos fines de semana juntos.
—Claro. Buenas noches, mi amor.
Un segundo después, lo vi desaparecer escaleras arriba antes de dejar caer mi sonrisa. En ese momento, tenía algo más importante que hacer.
Una vez sola en el estudio de Luciano, me acomodé frente a su escritorio de roble en silencio. La lámpara proyectaba un cálido resplandor sobre el papel mientras tomaba mi pluma y comenzaba a escribir.
Querido Luciano:
Justo hoy, el día de nuestro aniversario, he recibido la peor noticia. La maldición que acepté para salvarte años atrás está consumiendo mi vida, poco a poco. Mi corazón se debilita cada día más. El Dr. Kane me dijo que apenas me quedan tres meses de vida.
Mientras escribía, mi mano no paraba de temblar. Y una lágrima cayó sobre la carta, dejando una marca silenciosa.
El sol todavía ni asomaba cuando comencé a planchar el traje de Luciano. Mis manos se deslizaban con cuidado sobre la tela, alisando cada arruga con esmero. Las venas oscuras bajo mi piel latían con fuerza, pero ignoré el dolor.
—¿Escarlata? —me llamó Luciano, sobresaltándome. Estaba parado en la puerta con el pelo revuelto por el sueño—. ¿Por qué estás despierta tan temprano?
—Tu reunión del consejo es a las nueve —respondí sin mirarlo, concentrada en planchar la manga del traje—. Quería asegurarme de que todo estuviera listo.
Se acercó a mí por detrás, rodeando mi cintura con sus brazos. Cuando me tocó, mi corazón se aceleró… incluso mientras se estaba muriendo.
—María puede hacer esto. No tienes que...
—Quiero hacerlo —dije, girándome en sus brazos, mirándolo a los ojos—. Siempre he planchado tu ropa, igual que siempre te he sostenido a ti. ¿Te acuerdas cuando solo tenías un traje para todas las reuniones de la manada? Lo planchaba cada noche para que te vieras perfecto al día siguiente.
Una sonrisa nostálgica se dibujó en su rostro.
—Cuando apenas teníamos nada… —murmuró.
—Pero nos teníamos el uno al otro —dije, acariciando su pecho, tal como lo había hecho con la tela del traje—. Con eso me bastaba.
Me atrajo más cerca, acariciándome el cuello con su nariz.
—Siempre me has cuidado tan bien.
—Y siempre lo haré —le respondí. Pero pensé para mis adentros: «Tres meses más, a lo mucho.»
Me besó en los labios, con sus manos acariciando mi cintura, mi espalda y mis caderas. Era un gesto habitual en nuestras mañanas, pero esta vez, después de saber que había estado con Lilia, no entendía por qué seguía mostrándose tan íntimo conmigo. El dolor en el pecho me apretó, así que lo aparté con suavidad.
—Ya, ya. Si me das más besos, vas a llegar tarde.
—Mi Luna perfecta —murmuró, soltándome, antes de besarme la frente—. Pero en serio, deja que María se encargue de estas cosas. Ya no soy ese lobo luchador. Ahora soy el Alfa.
Algo en su tono provocó una opresión en mi pecho, pero lo disimulé, y, con una falsa sonrisa, pregunté:
—¿Al menos me dejas prepararte la comida? Estoy probando una receta nueva con salsa de bayas lunares.
Sus ojos se iluminaron ante la propuesta y murmuró:
—Me consientes demasiado.
En la cocina, preparé con sumo cuidado sus sándwiches favoritos de venado casi crudo, eligiendo cada ingrediente con precisión, cuidando hasta el más mínimo detalle con la misma perfección que ponía en la máscara que ahora usaba con él.
—Esto huele increíble —dijo Luciano al entrar, impecable en su traje recién planchado, luciendo como el poderoso Alfa al que todos admiraban—. Los otros lobos estarán celosos.
Y entonces, como un rayo de memoria, recordé aquellos días en los que yo tenía catorce años y Luciano diecisiete. En ese entonces, mis sándwiches de venado eran los más deliciosos de toda la manada. Cada vez que los guerreros partían a entrenamientos lejanos, yo los preparaba para que él, provocando la envidia de todos.
—Luciano tiene mucha suerte, es el único que puede comer los sándwiches de Escarlata.
En ese momento, yo era la hija de un beta, la joven más radiante de la Manada Tormenta, y era admirada por todos. Nadie hubiera imaginado que no tenía una loba propia.
—¿En qué estás pensando, Escarlata? —me preguntó Luciano con curiosidad, sacándome de mis recuerdos.
—Nada, cariño —respondí, apresurándome a ocultar mis emociones. Le entregué la lonchera, poniéndome de puntillas para besarlo en la mejilla—. Que tengas un buen día, mi Alfa.
—¿Qué hice para merecerte? —preguntó él con voz ronca, envolviéndome en otro abrazo.
—Nada…, y todo —respondí, antes de sujetarle la espalda y acompañarlo hasta la puerta—. Anda, vete ya. Llegarás tarde.
Después de caminar un rato, encontré una pila de documentos del consejo en su escritorio. Mirando la hora, estos documentos necesitarían su firma antes del mediodía.
—María —llamé en voz alta a nuestra sirvienta omega.
—Sí, Luna, ¿en qué puedo servirle? —preguntó María, acudiendo con rapidez.
—Luciano olvidó algunos documentos. ¿Podrías ayudarme a llevarlos a su oficina? —pregunté, entregándole los papeles.
Sin embargo, cuando ella estaba por marcharse, cambié de opinión.
—Espera, dámelos, los llevaré yo misma —aseguré.
Acababa de sentir una corazonada que me atraía hacia el Salón de la Manada.
El aire matinal estaba fresco mientras cruzaba el territorio. Los lobos inclinaban la cabeza con respeto a mi paso, sin embargo, alcancé a escuchar sus murmullos.
—Una Luna omega sin loba...
—El Alfa merece alguien mejor...
—Dicen que Lilia, de la Manada Sombra, ha llegado...
Fingí no escuchar nada y continué mi camino. El salón de la manada bullía de actividad. La puerta de la oficina de Luciano estaba entreabierta, y las voces se oían sin dificultad desde el exterior.
—Estos sándwiches son increíbles. —La voz de Lilia me paralizó—. Pero Escarlata los preparó para ti...
—Solo es comida. —La respuesta de Luciano, tan cargada de indiferencia, fue como una daga de plata en mi corazón—. Si te gustan, haré que te los prepare todos los días.
—Eres demasiado bueno conmigo, Luciano —dijo ella con una familiaridad que me heló la sangre.
—¡Alfa, tiene excelente gusto! —intervino el Beta Juan—. Lilia viene de la línea de sangre más noble de la Manada Sombra. Esa sí es una pareja digna de nuestro líder.
—No como nuestra Luna actual —añadió el Gamma Guillermo con una risita—. ¿Qué clase de Luna no tiene loba? Qué vergüenza.
—¿Recuerdan cuando intentó unirse a la cacería? —se burló Juan—. Ni siquiera pudo seguirnos el paso. El Alfa tuvo que cargarla de regreso.
—Al menos es buena en las tareas domésticas —comentó Guillermo—. Como una sirvienta omega bien entrenada.
Lilia sonrió con suficiencia, aunque intentó sonar decente:
—No deberían hablar así, Luciano podría molestarse.
Esperé a que Luciano dijera algo, que me defendiera, que les recordara cómo había arriesgado mi vida por la suya, cómo lo había apoyado en su ascenso hasta convertirse en Alfa, cómo había permanecido fielmente a su lado cuando todos los demás le habían dado la espalda… Pero él simplemente guardó silencio.
Los documentos resbalaron entre mis dedos temblorosos, pero logré sostenerlos antes de que se cayeran. Mientras seguía escuchando su conversación, las lágrimas comenzaron a resbalar silenciosamente por mis mejillas.
—Eres muy amable, Luciano —la voz de Lilia destilaba una falsa modestia—. Pero hablando en serio, ¿de qué sirve Escarlata en la manada? No puede cazar, no puede pelear, ni siquiera puede transformarse.
—Sabe preparar buenos almuerzos —bromeó Juan. Y todos, incluso Luciano, estallaron en risas.
Apreté los papeles contra mi pecho, mientras la maldición oscura recorría mis venas al compás de mi corazón roto. En ese momento, mi celular vibró. Era un mensaje de Luciano:
«Lo siento, Lota. Llegaré tarde esta noche. Tengo cosas importantes que atender en la manada. Te amo.»
«Ok», le respondí con frialdad.
—¿Le dijiste que no irías a casa hoy? —le preguntó Lilia.
—Por supuesto, bebé. Prometí pasar el día contigo —respondió él, con ese tono que una vez fue solo para mí. Y eso me destrozó el corazón.
Así que a eso se refería con asuntos importantes.
Una nueva punzada me atravesó el pecho. La respiración se me volvió pesada, como si algo invisible me oprimiera el corazón.
Escuché la risita petulante de Lilia y su aliento. Una vez Luciano me había dicho que yo era lo más importante para él, pero ahora tenía a alguien más.
La sangre se me subió a la cabeza, y todo se volvió confuso, borroso, sofocante. Y, justo antes de caer al suelo, lo último que vi fueron los brillantes zapatos de cuero de Luciano, esos que yo misma había limpiado.