La miró, sus ojos oscurecidos por el deseo y algo más. Algo más suave, más tierno.
Sus pechos llenos y firmes, sus pezones rosados y erectos, su cuello largo y delgado, su cintura definida, su pequeño monte de Venus con incipientes, delgados y pálidos vellos, y sus piernas dobladas y suaves.
Anfisa miró a Thomas intensamente; sus ojos azules reflejaban la luz de la luna. Podía ver el deseo ardiente en su mirada, la forma en que recorrían con avidez su cuerpo desnudo. La hacía sentir poderosa, deseada, anhelada.
Lentamente, ella extendió la mano y comenzó a desabrocharle la camisa, rozando su pecho con cada botón. Podía sentir la dureza de su músculo bajo su piel, el calor que irradiaba.
Thomas permaneció inmóvil, permitiéndole explorar. Sus manos permanecieron a los costados, sin detenerla, pero tampoco ayudándola. Parecía contento de dejarla tomar la iniciativa.
Anfisa hizo una pausa y lo miró. “Voy a desnudarte”, susurró, su voz apenas audible en la silenciosa habitación.
Terminó de