Capítulo 2: Carne de cañón

Las risas se hicieron más claras con cada paso. El aire frío me arañaba la piel, pero nada me ponía la carne de gallina como ese sonido. Era el tipo de risa que no anunciaba alegría, sino hambre. Hambre de espectáculo, de alguien a quien destrozar. Y mira que intenté retrasarlo, arrastrando los pies como si así pudiera engañar al destino, pero tarde o temprano tenía que llegar a la esquina. Y allí estaban.

Cuatro gammas de último año, apostados como hienas esperando su presa. Entre ellos, Ryan. Sí, ese Ryan. Un beta con músculos de sobra y cerebro de sobra… pero en términos de espacio, porque estaba vacío. El clásico matón que nunca aprendió otra forma de brillar que no fuera apagando a otros. Y yo era su faro favorito para ensombrecer. Su pasatiempo preferido: recordarme que no valía nada. O, mejor dicho, convencer a todos los demás de que yo no valía nada. Porque, claro, no le bastaba odiarme en silencio, necesitaba audiencia.

—Mírenlo, si es el pequeño Ashford —dijo Ryan. Su tono estaba cargado de falsa sorpresa, y lo odié más por eso—. El gran descendiente de un linaje… convertido en nada.

Aclaro algo de inmediato: Ryan no sabía nada de la historia de mi padre. Nadie lo sabía. Solo mi familia. Lo que Ryan quería decir era otra cosa: que yo era un omega inútil, indigno de cualquier apellido. Para él, yo era un muñeco de trapo al que se podía apalear cada día sin consecuencias. Y lo peor es que estaba en lo cierto.

Las risas de los demás resonaron como un eco ensayado. Como si llevaran toda la mañana practicando ese coro. Yo respiré hondo. Podía quedarme callado, encogerme como un animal acorralado. O podía devolver la patada con palabras. Y como siempre, elegí lo segundo, porque si algo me quedaba era la lengua afilada.

—Al menos tengo cerebro —contesté, arqueando una ceja—. Algo que ustedes perdieron junto con el sentido del ridículo.

El silencio duró lo que un parpadeo. La respuesta fue inmediata: Ryan me estampó contra la pared, aprisionándome con su antebrazo en el pecho. El ladrillo frío me cortaba la espalda y me arrancaba un jadeo. Su rostro quedó a centímetros del mío. Podía oler esa mezcla de sudor y colonia barata que lo caracterizaba. Una combinación asquerosa que se me quedó pegada en la nariz.

—¿Sabes cuál es tu problema, omega? —escupió. Sentí la saliva casi salpicándome y no pude disimular mi cara de asco, eso pareció endurecerlo más —. No entiendes tu lugar. La basura no habla.

Tenía el corazón desbocado, pero también esa chispa de rabia que me negaba a apagar, esa chispa que era, quizás, el único vestigio de la sangre de Alfa que supuestamente corría por mis venas. La voz de mi padre resonó en mi cabeza: No muestres debilidad. Pues que así fuera, ¿quién era yo para desafiar a mi padre, mi antiguo Alfa? Bueno, admito que solía desafiarlo con frecuencia, pero eso sólo pasaba en casa. Jamás permitiría que el mundo exterior dijera que los Ashford éramos débiles… aunque se me fuese la vida en ello. 

—Si soy basura, al menos sirvo para recordarte que no eres alfa —respondí con voz firme, enderezando mi cuerpo para volver a erguirme. Media varios centímetros más que Ryan, para su pesar, así que ese fue mi vago intento de verme imponente, a pesar de que por dentro me temblaba todo—. ¿Qué se siente ser siempre el segundo lugar?

El aire se tensó como una cuerda a punto de romperse. Sus compañeros guardaron silencio, expectantes. Ryan me clavó la mirada con furia y luego descargó el primer golpe en mi estómago. El puño se hundió como una piedra cayendo en un lago. Sentí que el aire escapaba de mis pulmones, era como un vacío doloroso que me dobló. Pero no caí. No les daría el placer.

El segundo golpe fue en la mandíbula. Vi destellos blancos, el mundo titiló como un televisor mal conectado. El sabor a sangre llenó mi boca. Escupí al suelo, dejando una mancha oscura en el pavimento, y sonreí con los labios manchados.

—Golpeas como un cachorro —murmuré, más para mí que para ellos.

Ryan soltó una carcajada y me lanzó contra el piso. Mis rodillas se estrellaron contra el pavimento áspero. El dolor subió por mis piernas como fuego, pero me mordí la lengua para no gritar. Estaba rodeado. Y como hienas oliendo la debilidad, los otros se animaron.

Patadas en los costados, golpes que me hacían crujir las costillas, insultos como proyectiles. "Escoria". "Inútil". "Omega de pacotilla". Cada palabra era un golpe adicional, cada carcajada una marca invisible. A ratos perdía la noción de cuántos eran, porque el dolor se volvía un todo, una marea que me cubría entero.

El pavimento me raspaba los codos, sentía la piel abrirse bajo cada roce. El sabor a hierro se mezclaba con la arena del suelo. Mi respiración era entrecortada, un jadeo tras otro, y aún así, me negaba a suplicar. Porque esa era la victoria que querían: verme pedir clemencia. Y yo prefería tragarme la lengua y ahogarme con mi propia sangre antes que regalarles eso.

En algún momento, uno de ellos me pateó en la espalda con tanta fuerza que vi negro por unos segundos. La oscuridad me tentaba, casi acogedora, pero la furia pudo más. La rabia era lo único que me mantenía despierto. Una chispa que me gritaba que no les diera la satisfacción de verme caer del todo.

Apreté los dientes, intentando no hundirme por completo en la inconsciencia. El suelo olía a tierra húmeda y sangre. Mi sangre. Sentía la garganta arder, los músculos vibrar como si fueran a romperse. Y aún así, ahí estaba yo, respirando. Porque rendirse nunca fue opción. Nunca me lo permitieron.

En mi mente se mezclaba otra voz, una más cruel que la de ellos: la de mi padre. “Levántate. No muestres debilidad”. Estaba claro que no dejaría que pensaran que los Ashford éramos débiles, aunque yo fuese un omega, pero… ¿Cómo carajos se supone que uno se levanta cuando lo están partiendo en dos? No lo sé, y tampoco lo sabía en ese momento, pero igual lo intenté. Me impulsé como pude, tambaleante, con la nariz sangrando y los brazos temblando. Ellos querían un espectáculo. Pues yo podía dárselo. Estaba a medio camino de levantarme, con una rodilla apoyada en el suelo; no estaba completamente de pie, pero era suficiente para mantenerme firme. 

—¿Ya se cansaron? —escupí con la voz ronca, apenas audible—. Creí que los Silverfang presumían de ser fuertes. Esto parece más un concurso de cobardes.

Eso los detuvo. Solo por un segundo. Lo suficiente para ver cómo el rostro de Ryan se retorcía. Levantó el puño otra vez, dispuesto a acabar conmigo. Y yo lo vi venir en cámara lenta. El brazo extendiéndose, el aire cortándose, mi cuerpo preparándose para el impacto. Tal vez sería mejor perder la conciencia. Un descanso obligado. Una tregua en este infierno. No me vería débil, porque me superaban en número y me habían emboscado… aunque eso le importaba poco o nada a mi padre. 

Sentí como me invadió un segundo de calma en medio del caos, como si todo se ralentizara. Escuchaba mi propio corazón golpearme el pecho con una furia animal. El mundo era ruido, dolor y sangre, pero en ese instante, solo había un pensamiento: no me romperán, todavía no.

Pero entonces ocurrió.

—¡Basta! —retumbó una voz grave en la calle.

Todos se congelaron. El puño de Ryan se quedó a centímetros de mi rostro. Giramos la cabeza al mismo tiempo. Y ahí estaba él.

Sebastian Wolfe.

De pie al final de la calle, con los brazos cruzados y esa mirada gélida capaz de congelar la sangre. El aire entero se volvió más denso, como si de pronto el oxígeno tuviera dueño. Los gammas bajaron la cabeza instintivamente, como si sus cuerpos supieran quién mandaba antes de que sus mentes lo recordaran.

Yo… yo solo sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Porque si había algo peor que una paliza, era que Wolfe me viera en ese estado, sangrando, humillado.

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