Capítulo 3: Patético

El aire se había vuelto más espeso que la sangre en mi boca. Ahí estaba él, Sebastian Wolfe, al final de la calle. El alfa perfecto, el intocable, el que hacía que hasta las sombras se enderezaran a su paso. Su sola presencia bastaba para que los gammas bajaran la cabeza y guardaran silencio, como si alguien hubiese apagado el interruptor del mundo. Yo seguía en el suelo, temblando, con el cuerpo hecho un desastre, pero lo que realmente me dolía era sentir su mirada clavada en mí.

Prefería las patadas de Ryan, lo juro. Prefería los insultos, los golpes, el dolor físico. Porque el dolor físico lo conocía, sabía qué esperar. Pero esa mirada… esa maldita mirada de Wolfe me partía en pedazos que no podía recomponer.

Las botas del alfa resonaron en el pavimento mientras se acercaba. Cada paso era un golpe seco en el pecho, y lo peor era que no se apresuraba. Avanzaba con calma, como un juez que sabe que el condenado no tiene escapatoria. Yo traté de incorporarme, aunque fuera un poco, pero mis brazos no respondían como quería. Apenas conseguí quedar apoyado en una rodilla, tambaleante, jadeando como si hubiera corrido kilómetros.

Los gammas se apartaron de inmediato, abriendo un pasillo improvisado para dejarlo pasar. Ryan retrocedió con torpeza, tragando saliva como si él también hubiese recibido una paliza. Qué ironía: el valiente golpeador de omegas convertido en cachorro asustado. Si no estuviera escupiendo sangre, me habría reído.

Wolfe se detuvo frente a mí. Su sombra me cubrió entero, haciéndome sentir todavía más pequeño. Bajó la vista, y por un segundo pensé que tal vez, solo tal vez, me ofrecería la mano. Una parte de mí lo deseaba, aunque jamás lo admitiría en voz alta. Porque, ¿quién no querría que el alfa lo reconociera, aunque fuera por un segundo? Pero lo que recibí fue otra cosa.

—Levántate, Ashford —ordenó. Su voz no era un grito, pero tenía un filo que cortaba más que cualquier golpe.

Lo intenté. Lo juro. Reuní lo que me quedaba de fuerza, lo poco que quedaba de dignidad, e intenté ponerme de pie. Mis piernas temblaban, mis costillas ardían y mi cabeza daba vueltas. Alcancé a apoyarme en el muro, respirando como pez fuera del agua. Logré sostenerme un instante, y volví a caer sobre una rodilla.

Él me observaba en silencio. Sin mover un músculo. Esa quietud era peor que cualquier amenaza. Y entonces, con un gesto mínimo, me tomó del mentón con dos dedos y me obligó a mirarlo. Sus ojos grises eran como acero bruñido: fríos, implacables, imposibles de sostener por mucho tiempo. Sentí que me taladraban hasta dejarme vacío.

—Patético —murmuró, lo bastante alto para que todos lo escucharan.

No fue un rugido, no fue una sentencia oficial. Fue una sola palabra. Y esa palabra pesó más que todos los puños y patadas de Ryan juntos. Sentí que el aire me abandonaba otra vez, pero esta vez no por un golpe, sino por la humillación. Luché contra mis ganas de llorar y de inmediato sentí el ardor en mis ojos. 

Los gammas bajaron aún más la cabeza. Ryan dio un paso atrás, tragándose su orgullo. Y yo… yo solo deseé desaparecer. Que la tierra me tragara, que el dolor físico me arrancara de ahí, cualquier cosa menos quedarme bajo la sombra de esa palabra.

“Patético.”

La repetí en mi cabeza como un eco maldito. Patético. Como si esa etiqueta se me hubiera tatuado en la piel. No importaba lo que hiciera, no importaba cuánto resistiera. Ante Wolfe, siempre sería eso.

Intenté soltarme de su agarre, no le permitiría verme llorar, pero él me sostuvo un segundo más, obligándome a mantener la mirada. Era como si quisiera grabar la palabra en mis huesos, asegurarse de que nunca la olvidara. Finalmente me soltó, y yo caí otra vez contra el muro, más derrumbado por dentro que por fuera.

Wolfe no dijo nada más. Dio media vuelta y se alejó con la misma calma con la que había llegado. Su sombra se retiró, pero el peso de su presencia permaneció. Los gammas no se movieron hasta que él desapareció en la esquina, como si necesitaran asegurarse de que estaba fuera de alcance antes de volver a respirar.

Ryan me miró de reojo, sin atreverse a añadir nada. Se dispersaron en silencio, dejando el suelo manchado con mi sangre como único testigo de lo ocurrido. Y eso, de alguna manera, fue peor. Que ya ni siquiera necesitaran burlarse. La palabra de Wolfe había sido suficiente para enterrarme sin ceremonia.

Me quedé allí, arrodillado, con la dignidad hecha pedazos. El viento frío me golpeaba la cara, pegando el sudor y la sangre a mi piel. Intenté ponerme de pie otra vez, pero mis piernas no respondieron. Solo me quedé sentado contra el muro, respirando a medias.

No sé cuánto tiempo pasó. Podrían haber sido minutos o una eternidad. Todo lo que sé es que, cuando finalmente logré arrastrarme de vuelta a casa, la palabra seguía sonando en mi cabeza. Patético. Como un mantra maldito.

Caminé tambaleante, escondiendo el rostro bajo la capucha del uniforme para que nadie más me viera en ese estado. La gente pasaba cerca, pero nadie se detenía. Nadie se detiene por un omega. Somos invisibles cuando conviene y demasiado visibles cuando alguien necesita un blanco fácil.

El trayecto hasta mi casa fue eterno. Cada paso me pesaba como si llevara cadenas. Sentía la ropa pegada al cuerpo por el sudor frío y la sangre seca. El mundo seguía igual: los vecinos barriendo las aceras, los niños jugando con un balón improvisado, las ventanas encendidas con luces cálidas. Pero todo me parecía distante, como si yo caminara en otra dimensión donde nada encajaba. Yo, el omega patético, arrastrando los pies en un escenario que no me quería.

Al llegar a la puerta, dudé unos segundos antes de entrar. Sabía que Chloe estaría adentro, y que bastaría una mirada para que entendiera. Y, peor aún, sabía que mi padre también estaría. Marcus Ashford, el muro impenetrable, sentado con su periódico y su silencio. No necesitaba palabras para juzgarme. Bastaba el desdén de sus ojos cuando se posaban en mí. Tal vez por eso demoré la mano en el picaporte. Porque la idea de enfrentar esa mirada era casi tan insoportable como la de Wolfe.

Empujé la puerta al fin. El interior estaba en penumbras, apenas iluminado por la lámpara del comedor. Escuché el pasar de páginas. Ahí estaba él, en su silla, como siempre. Me observó apenas un segundo, lo suficiente para registrar el ojo hinchado y el labio partido. Luego volvió a su lectura. Ni un comentario, ni un gesto. El silencio más pesado del mundo.

Subí las escaleras sin decir nada. Me encerré en el baño y me enfrenté al espejo. La imagen me devolvió a alguien irreconocible. Labio abierto, pómulo morado, la nariz torcida con un hilo de sangre que se negaba a secarse. El cuello marcado por el agarre de Ryan. Me acerqué más, intentando encontrar algún rastro del Miles que conocía. No lo encontré.

Abrí la llave del agua fría. El chorro helado me golpeó las manos y luego el rostro. La sangre se deslizó por el desagüe en remolinos oscuros. No pude evitar pensar que se llevaba una parte de mí con ella. Pero lo peor es que lo que quedó en el espejo no parecía menos roto.

Me apoyé en el lavamanos, respirando entrecortado. Cerré los ojos. Y ahí estaba otra vez la voz de Wolfe en mi cabeza. “Patético”. No con el tono con el que lo dijo, sino con el que yo lo sentía: como un martillazo en cada rincón de mi mente.

Me reí. Una risa breve, rota, que no tenía nada de gracia. Era la única forma de no llorar.

Me dejé caer en el suelo del baño, con la espalda contra la puerta cerrada. Abracé mis rodillas, sintiendo cada punzada en las costillas, cada vibración en la mandíbula. Y pensé, por primera vez en mucho tiempo, que tal vez no había salida. Que ese era mi destino: ser el omega patético. El blanco eterno. El recordatorio de lo que nadie quería ser.

Pero luego recordé algo más. El entrenamiento con Chloe, las veces que me levantó del suelo, las miradas que me decían que todavía podía resistir. Tal vez eso era lo único que me quedaba: resistir. No para ganar. No para brillar. Solo para no desaparecer.

Me incorporé con dificultad y regresé a mi habitación. Me dejé caer en la cama sin siquiera cambiarme. El olor a sangre y sudor impregnaba las sábanas, pero no me importó. Cerré los ojos, y en la oscuridad, la palabra volvió a sonar.

“Patético.”

Y lo supe. Esa palabra no iba a dejarme en paz. No esa noche. No nunca.

Tapé mi rostro con la almohada para ahogar mis gritos. Me sentía frustrado, inútil, débil… Patético. Pero no por la paliza que me habían dado, no por la humillación del Alfa de Silverfang. No. 

Me sentía así porque no entendía… por qué Sebastian Wolfe tenía tanto poder sobre mí. ¿Por qué sus palabras y sus acciones me dolían más que las de cualquier otro Alfa? ¿Por qué su mirada de desaprobación me rompía en mil pedazos? ¿Por qué su presencia aceleraba mis latidos hasta el punto en que sentía que mi corazón se saldría de mi pecho? 

“Maldición, Miles”, me gritó mi lobo, podía notar que estaba igual de frustrado que yo, sobre todo porque él tenía fuerzas de sobra para defenderse, pero mi cuerpo no era capaz de soportar del todo la transformación y el precio que pagábamos siempre era demasiado caro. Sé que dijo algo más, pero no lo escuché, estaba tan sumido en mis pensamientos que tampoco me di cuenta de cuándo comencé a llorar. 

Las lágrimas surcaban mis mejillas como si fuesen un sendero de fuego. Sentía que el rostro me ardía, que el cuerpo se me deshacía entre el dolor y el maltrato… Y, aún así, lo que realmente me tenía afligido era que el Alfa Wolfe, no, que Sebastian Wolfe, me considerara alguien patético.

Empujé con fuerza la almohada sobre mi rostro, tratando de ahogar los sollozos, pero los temblores no cedían. El olor a sangre y sudor se mezclaba con el de mis lágrimas, impregnando todo. Mi lobo se agitaba dentro de mí, furioso, frustrado, tan impotente como yo. 

Y entonces lo escuché.

Unos pasos, apagados pero constantes, subiendo las escaleras. El crujido de la madera bajo un peso familiar. Se detuvieron frente a mi puerta.

Contuve la respiración, sintiendo como el nudo en mi estómago se apretó hasta doler. Temí que fuera mi padre, con su silencio convertido en reproche. Temí que abriera la puerta y me encontrara así, destrozado, humillado. Temí que hablara, o que no dijera nada… Estaba demasiado vulnerable para enfrentarme a él. 

Los pasos se detuvieron del todo al llegar a la puerta de mi habitación. Intenté olfatear, reconocer a la persona por su olor, pero entre el sudor, la sangre, los golpes y la frustración, mis sentidos no estaban tan alertas como deberían.

Sin embargo, sabía que alguien estaba allí, justo al otro lado, y no supe quién, así que me incorporé en la cama, mirando fijamente a la puerta. 

La manija se movió apenas, un leve clic metálico que me heló la sangre.

Y la puerta comenzó a abrirse.

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