La enfermería olía a alcohol y algodón. La médica de guardia, una beta de mirada cansada, me atendió sin hacer preguntas ceremoniosas. Me aplicó una crema fría que pareció apagarme la cara. Me entregó un paquete de compresas y un consejo de bolsillo: “Respira profundo cuando duela. Respira de todas formas cuando no”. Lo guardé sin prometer nada.
Al salir, crucé el patio de piedra que separa el ala de salud del edificio administrativo. Dos alfas conversaban en voz baja apoyados en una columna. El nombre “Wolfe” flotó entre sus palabras y se deshizo apenas me vieron. Hice como que no escuché. Ellos hicieron como que no lo habían dicho. ¿Por qué la manada Silverfang tenía que ser tan poderosa? ¿Por qué, de entre todos los alfas que iban al instituto, tenía que ser Wolfe el más fuerte e influyente?
A las 13:00, el óvalo central era un anfiteatro de uniformes. Las filas perfectas, el cielo gris, el viento ordenando mechones de cabello. Todos mirando hacia el punto donde, tarde o temprano, aparecería el centro de gravedad de este pequeño universo… Y apareció en medio de otros lobos importantes.
Sebastian Wolfe caminó hasta el medio con la economía de movimientos de quien no necesita gastar energía para dominar un espacio. Ropa de entrenamiento, manos descubiertas; sentí que mi pulso se aceleraba al sentir su presencia y me mordí el labio con fuerza para disimular. ¿Qué coño me pasaba? Volví mi atención al grupo que estaba entrando, pero esta vez traté de enfocarme en los demás e ignorar a Wolfe. A su derecha caminaba el instructor principal; a su izquierda, Collins con los ojos demasiado abiertos para alguien que se supone que está acostumbrado a estos eventos.
—Ayer hubo desorden —dijo Wolfe, y el aire pareció tensarse—. Y hoy no habrá. —Silencio—. Voy a recordarle a cada uno cuál es su lugar. Y quiero testigos. Muchos.
Nadie respiró muy fuerte. Nadie parpadeó más de la cuenta. En esa escenografía de control, las palabras no eran letras; eran cercos. Y yo entendí perfectamente que se refería a mí. Maldición, mi padre me matará cuando se entere de lo que estaba haciendo Wolfe.
—Hale —llamó, y Ryan salió de la fila de betas con la nuca rígida—. Ashford —añadió, y la tierra hizo su truco de inclinarse un poco bajo mis pies.
Caminé al centro. No miré a Chloe, aunque sabía que estaba por allí, en la zona de instructores. No miré a Ethan, aunque sentí sus ojos clavándose en mi pómulo como una promesa de hielo. Miré el suelo justo lo suficiente como para no tropezar. Me detuve en la línea de cal.
Wolfe nos miró a los dos como si fuéramos piezas en un juego cuyo final él conocía desde antes de empezar.
—Esto —dijo— no es un castigo. Es una demostración. —Giró apenas el rostro, para que toda la circunferencia lo escuchara—. Silverfang se sostiene en disciplina y jerarquía. Cuando el más fuerte olvida el límite, el grupo retrocede. Cuando el más débil olvida el límite, el grupo tambalea.
El “más débil” me rozó como una cuchilla sin filo. No cortó la piel. Cortó por dentro. Y el maldito mantra que se me había clavado en los pensamientos volvió a repetirse en bucle: patético.
—Instructores —indicó—. Preparar circuito.
Los postes se movieron, las cuerdas se tendieron, alguien trajo un chaleco con pesas. Ya conocía ese peso. Lo había llevado en sueños… o, mejor dicho, en las pesadillas que eran los entrenamientos caseros de Chloe. Supe lo que venía.
—Ashford —dijo Wolfe sin mirarme—. Ponte el chaleco. Diez vueltas. Cada vez que bajes la guardia, te tumbarán. Te levantarás y seguirás. Todos miran. Todos aprenden.
El murmullo colectivo dio un paso adelante y luego retrocedió como una ola tímida. Vi el guiño de Chloe —mínimo, apenas un parpadeo más lento— y me aferré a eso para no pensar. Metí los brazos en el chaleco. El peso me cayó en el pecho con un zarpazo. Empecé a correr.
Una vuelta. Dos. El sol frío en la nuca. Tres. Mi lengua se sentía como una piedra dentro de la boca. Cuatro. Un empujón en el hombro me hizo perder la línea y casi caigo, pero clavé el pie y sobreviví por terquedad. Cinco. Ryan apareció en mi flanco cuando bajé los brazos medio segundo para secarme el sudor con el antebrazo. Me barrió. La cal me raspó la mejilla viva. Risas sueltas. Aplausos aislados. Me puse de pie. Seguí. Seis. Siete. Otra caída. Ocho. Nueve. Diez.
—Alto —dijo Wolfe.
Me quedé quieto con el pecho en llamas. El mundo no se tambaleaba porque yo me hubiera detenido; se tambaleaba porque todo seguía girando a su alrededor. Quise arrancarme el chaleco. No lo hice. Aprendí la lección básica: sin permiso, nada.
Wolfe dio dos pasos. Muchos oídos se inclinaron como si fueran oídos de hierba. Habló con un tono que no necesitó subir para imponerse.
—Ashford —dijo—. Hoy te quedarás en los dormitorios del instituto. Vuelve acá mañana a las seis. Solo.
La palabra solo cayó en mi estómago como hielo, se sintió más pesado que el hecho de que no pudiese volver a casa; aunque, pensándolo bien, quizás era mejor así… no tendría que lidiar con mi padre esta noche. No supe si era una invitación o una trampa. Tampoco importó. A cada lado, pude sentir cómo el silencio de los testigos se convertía en otra cosa: complicidad. No por maldad. Por costumbre. Testigos que miran. Testigos que no hacen nada. Testigos que vuelven a su vida cuando termina el espectáculo.
Vi a Naya cruzarse de brazos, alistar un comentario que no dijo. Vi a Iris morderse el labio. Vi a dos alfas intercambiar una mirada rápida. Y, por un segundo, vi a Ethan apretar la mandíbula, como si estuviera masticando una palabra que eligió no pronunciar.
—Disuelto —anunció Wolfe, y las filas empezaron a desarmarse.
Yo me quedé plantado en el centro medio segundo más, recogiendo mis pedazos invisibles del suelo. Entonces escuché pasos a mi espalda.
—Ashford —la voz fue baja, cercana.
Me giré. Ethan. No había sonrisa esta vez.
—No faltes mañana —dijo—. Y ven con hielo al dormitorio esta noche. Te explicaré cómo respirar entre vueltas.
Asentí. No sabía si quería su ayuda o si odiaba necesitarla. Pero asentí.
Ese día, el instituto se acostumbró a mi pómulo morado como uno se acostumbra al mobiliario: con indiferencia útil. En el comedor, encontré una mesa en el extremo, lejos de las voces que suenan siempre iguales. Comí a bocados lentos, intentando que la mandíbula no protestara. Desde la mesa de alfas, el brillo de una hebilla me avisó de que alguien me miraba; no levanté la vista para comprobar quién.
De camino al dormitorio, el pasillo olía a limpiador cítrico. El eco de mis pasos me hizo sentir como si caminara en una pecera. Me habían asignado una habitación vieja y descuidada, claramente a nadie le importaba si el omega dormía en una cama, en el piso o en el cuarto de basura. Traté de no darle importancia tampoco, pero ver la cama oxidada y sentir el aire viciado por la falta de uso de aquel cuarto, hizo que mi estómago se encogiera.
Pero no podía hacer nada más que aceptar mi “destino”. Cuando cerré la puerta, el silencio se expandió hasta tocar el techo.
Pensé en la palabra de ayer. “Patético”. Pensé en la de hoy. “Solo”. Las dos se quedaron anudadas en el mismo punto de mi garganta, tirando cada una para su lado. Comencé a contar respiraciones como Chloe me había enseñado. Una. Dos. Tres.
Entonces, el pasillo volvió a crujir. Pasos. Tranquilos, medidos. Recorrían el pasillo como si no tuvieran prisa porque sabían a dónde iban. Se detuvieron frente a mi puerta. Sentí el sudor frío recorrer mi cuerpo, sabía que esta vez no sería Chloe y, aunque no tenía que preocuparme porque fuese mi padre, la incertidumbre de no saber quién era se sentía peor que la certeza de que fuese él.
El pomo se movió apenas y el clic metálico fue idéntico al de la noche anterior.
Contuve la respiración.
La manija giró un centímetro.
Y la puerta comenzó a abrirse.
—Te dije que trajeras hielo, Miles — dijo una voz del otro lado al verme sentado en la cama.