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Capítulo 4: Testigos y cómplices (Parte I)

La puerta se abrió apenas lo suficiente para que entrara un hilo de luz del pasillo. Me quedé inmóvil, con la almohada todavía apretada contra la cara. El olor metálico de la manija me llegó como una punzada. No dije nada. Esperé el juicio, la orden, el silencio afilado de mi padre.

—Miles —susurró una voz—. Soy yo.

Era Chloe.

No encendió la luz. Avanzó a tientas y se sentó en el borde de la cama. Me apartó la almohada con cuidado, como si tuviera miedo de que me rompiera al tocarme. No preguntó qué había pasado; no hacía falta. Sus dedos encontraron la costra en mi labio y el contorno hinchado del pómulo. No dijo “lo siento”. No dijo “otra vez”. Solo estuvo ahí.

—Respira conmigo —murmuró.

Lo intenté. Inspiré. Sentí que el aire raspaba por dentro como vidrio molido. Exhalé. Otra vez. Mis latidos fueron bajando del galope al trote.

—Mañana vas al instituto —dijo al fin—. Con la cabeza en alto.

—Claro —solté una risa sin humor—. Y si me vuelven a patear, les pido con amabilidad que usen la otra pierna.

—No estoy bromeando, Miles. —Su tono no se endureció; se volvió más preciso—. No voy a dejar que te escondas. Si te escondes, ganan. Si caminas, aunque te tiemblen las piernas, sigues aquí. ¿Sí?

Asentí. No estaba seguro de si podía, pero le creí. Siempre le creía.

—Te dejo hielo en el escritorio. Y te voy a sacar de la cama si no te levantas al primer intento. —Se inclinó y me besó la frente—. Te quiero vivo.

Cuando se fue, el cuarto volvió a quedarse con mis sombras. Dormí a trompicones, entre imágenes de puños detenidos y ojos grises clavados en mí. A cada sobresalto, la palabra regresaba: patético. A cada respiración, mi lobo empujaba desde adentro, impaciente, como si quisiera arrancarse la piel para salir a defender algo que ni yo sabía nombrar.

Amanecí con el cuerpo en ruinas. Cada músculo tenía su propia queja. El espejo me devolvió una versión de mí con bordes morados y un pómulo que parecía otra persona. Me puse el uniforme despacio, como si vestir una piel nueva doliera más que la anterior. Bajé a la cocina. El olor a café recién hecho me golpeó antes que la mirada de mi padre. Él estaba ahí, recto, con el periódico desplegado como una muralla.

—No provoques —fue su único comentario cuando notó el ojo.

Significaba “no me hagas quedar mal” en su dialecto. Respondí con el idioma que sí entendía: el silencio.

El camino al Instituto Lunar era un corredor de aire frío y pinos. Cada casa repetía el mismo molde. Las ventanas observaban sin intervenir. En el portón, los guardias ni siquiera me miraron dos veces; su oficio consistía en ver sin ver. Crucé el umbral y supe de inmediato que el rumor ya había llegado antes que yo. El murmullo tenía una textura distinta, menos burlona, más expectante. Los que reían lo hacían bajito. Los que callaban olían a metal húmedo: miedo.

Quise pasar directo al aula, pero el destino —o la mala suerte con calendario— me interceptó.

—Mira quién volvió caminando —dijo una voz femenina a mi izquierda. Era Naya, gamma de pelo recogido y labios siempre apretados, una de esas que hacen coro cuando conviene y desvían la vista cuando no—. Pensé que hoy tendríamos ceremonia.

—¿De graduación? —pregunté con calma—. Me habrían avisado, traía traje.

Sus amigos rieron, no tanto por el chiste como por evitar quedar fuera de la risa. Naya me recorrió con la mirada de arriba abajo, encontró el pómulo morado y sonrió con los dientes apenas. No dijo nada más. No le hacía falta: su función ya estaba cumplida. Testigo decorativo.

En el pasillo que conduce a Historia, dos gammas que apenas conocía se pegaron al muro para dejarme pasar. Uno susurró “Ashford” con un tono difícil de descifrar. No sonó insulto. Sonó… cautela. Agradecí en silencio que al menos nadie me pusiera el pie.

Collins, el profesor, carraspeó cuando entré al aula. Hizo un amago de ponerse de pie, como si por protocolo debiera decir algo, pero se limitó a indicar un asiento con la barbilla. Tomé el último, mi territorio por costumbre. Mientras él hablaba de tratados y fronteras, yo sentí, más que vi, que algunas miradas se desviaban hacia mí y se pegaban en los moretones como insectos. La clase avanzó sin que nadie pronunciara mi nombre en voz alta. Era otra forma de violencia: el silencio que te rodea como una pecera.

Cuando sonó el timbre para el cambio de clase, recogí mis cosas con cuidado. Al salir, casi choqué con él.

—Perdón —murmuré por inercia, levantando la vista.

No era Ryan. No era Naya. No era ningún rostro de los que me sabían el gusto de la sangre. Era alguien que reconocí por haberlo observado desde lejos: Ethan Graves. Veintiún años, beta, instructor asistente. Encantador para todos. Una sonrisa que parece nacida para las fotos. Y, sin embargo, sus ojos tenían otra cosa: atención. No morbo. Atención.

—Ashford, ¿verdad? —preguntó, sin risa en el borde de la pregunta.

—El mismo —respondí, apretando la correa del cuaderno.

—¿Puedes caminar?

—Puedo —dije, y mi orgullo agregó —También corro. A veces me caigo, pero no es relevante. 

Una curva mínima en su boca prometió una sonrisa que no terminó de mostrarse.

—Te vendrá bien una bolsa de hielo después del entrenamiento. —Miró mi pómulo—. Y una crema antiinflamatoria. Pasa por la enfermería antes de salir.

—¿Eso fue una orden?

—Fue una sugerencia con rango. —Levantó una ceja con gesto divertido—. No quería que me acusaran de abuso de autoridad en mi primera semana como asistente.

—Tranquilo —respondí—. Para el abuso de autoridad ya tenemos a otros.

No sé por qué dije “otros” y no “uno”. Tal vez porque decir “Wolfe” en un pasillo abierto se siente como invocar tormenta. Ethan no me pidió que explicara. Asintió, me dejó pasar, y ese gesto sencillo —no detenerme, no exhibirme— valió más que la mayoría de las disculpas que nunca recibí.

El patio de entrenamiento olía a cal, tierra y sudor. Los postes de madera tenían marcas de garras viejas. Los instructores formaban a los alumnos por rangos con la precisión de un desfile. Los alfas al frente, quietos, seguros de su lugar. Los betas a los flancos, atentos. Los gammas detrás, inquietos, con la energía desbordándoseles por los pies. Los omegas… pegados a la sombra, en el borde. Ahí es donde los ojos aprenden a no chocar con otros ojos.

—Guardia —ordenó el instructor principal. No era Ethan, pero él estaba a un lado, con una tablilla, observando sin perder detalle—. Cambios de peso. Bloqueos. Ritmo.

Seguí las indicaciones como quien recita una oración aprendida. El pómulo me latía al compás del sol frío. En cada giro sentía un pinchazo en las costillas, recuerdo vivo de la noche anterior. A mi izquierda, Naya practicaba con una gamma de trenza larga llamada Iris. Se movían bien, coordinadas. Me miraron de reojo al unísono. No por curiosidad. Para verificar que seguía en pie.

—Ashford —la voz me llegó desde atrás. Me di vuelta—. Cambio de pareja.

Ethan.

Se señaló a sí mismo con el dedo, ligero, y dejó la tablilla en manos del otro instructor. Se plantó frente a mí.

—Tranquilo —dijo, bajo—. Vamos a trabajar desplazamientos, no te voy a reventar el pómulo… más.

—Qué detalle —susurré.

—Primero ves, luego hablas —replicó, sin dureza.

Nos movimos en círculos. Él atacó con amagues; yo respondí tarde dos veces, bien a la tercera. Su mano golpeó mi antebrazo con control, lo suficiente para enseñarle al músculo por dónde debía viajar la fuerza.

—Cuando te empujen, no endereces el pecho —indicó, tocando con dos dedos mi esternón—. Se te abre el flanco. Gira la cadera, entierra el pie, descarga por esa vía.

Una vez más. Giré. Bloqueé. Sentí el cuerpo seguir la orden con menos protesta. Por un instante, casi olvidé al público alrededor. Casi.

—Otra —dijo Ethan.

Lo seguimos hasta que el altavoz del patio crujió.

—Atención —anunció la voz de un instructor—. Aviso de liderazgo: todo el alumnado se reúne hoy a las 13:00 en el óvalo central. Asistencia obligatoria.

El murmullo empezó como un zumbido y se volvió oleaje. “Liderazgo” no era la palabra que usaban para Collins. Era la palabra que usaban para él. Para Wolfe.

Ethan y yo nos detuvimos. Él se pasó la toalla por el cuello.

—Te dije lo de la enfermería —recordó, como si la reunión no importara —. Ve ahora. Te alcanzó después.

—¿No se supone que debería fingir que estoy bien?

—Eso ya lo haces —dijo con una media sonrisa—. Ahora haz lo útil.

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