El amanecer aún no despuntaba cuando Lía abandonó la cabaña. Había pasado la noche en vela, observando a sus hijos dormir con respiraciones cada vez más agitadas. Los tres ardían en fiebre, sus pequeños cuerpos sacudidos por escalofríos ocasionales, mientras marcas plateadas —como venas luminosas— comenzaban a extenderse desde sus muñecas hacia sus brazos.
"Ven a mí", susurraba la voz en su cabeza. "Solo tú puedes salvarlos."
Lía besó las frentes ardientes de sus pequeños antes de salir. Había dejado una nota para Elena, pidiéndole que cuidara de los niños hasta su regreso. No mencionó adónde iba. No podía explicar lo inexplicable: que una voz ancestral la llamaba desde las profundidades del bosque, una voz que solo ella podía escuchar.
El sendero hacia la cueva parecía materializarse ante sus pasos, como si el bosque mismo le abriera camino. La niebla se arremolinaba entre los árboles, densa y plateada bajo la luz menguante de la luna. Lía avanzaba guiada por un instinto que no compr