Lía
El aire huele igual que cuando me fui. A bosque húmedo, a tierra recién removida, a sangre escondida entre raíces viejas… y a él.
Maldita sea, todavía huele a él.
Mis botas pisan el límite del territorio y el silencio me corta la respiración. Mis hijos están a cada lado, sus pequeñas manos aferradas a las mías. No dicen nada. No tienen que hacerlo. Saben que esto no es una visita cualquiera. Esto es regresar al lugar que me dio todo… y me quitó aún más.
—¿Este es el lugar, mami? —pregunta Evan, el del medio, siempre el primero en hablar.
Asiento sin mirarlo. No puedo. No todavía. No con la garganta cerrada y la maldita punzada en el pecho que amenaza con arrastrarme de vuelta al pasado.
—Se siente raro —dice Elian, el mayor por tres minutos, frunciendo el ceño mientras mira los árboles como si esperara que alguien saltara de ellos.
—Hay muchas voces —susurra Emma, la más callada de los tres, y aprieta mi mano más fuerte.
No le respondo. Porque sí. Hay voces. Muchas. Algunas dentro de su cabeza… y otras, más reales, que empiezan a aparecer entre los árboles.
Ya nos vieron.
Mi corazón da un salto extraño cuando reconozco algunos rostros. Guerreros que una vez entrenaron a mi lado. Mujeres que alguna vez me saludaron con sonrisas… y que ahora me miran como si hubiese regresado del infierno. Quizás sí. Quizás este lugar era mi propio infierno.
—¿Quién los llama? —murmura Elian de pronto.
Lo miro de reojo. Su tono es tan tranquilo que me aterra. Como si supiera algo que yo no. Como si la luna ya le hubiera susurrado cosas que aún no está listo para entender.
—¿Qué dijiste? —le pregunto, deteniéndome.
—La luna —dice Emma, mirando hacia arriba—. Está más cerca. Nos llama, mami.
Un escalofrío me recorre la espalda. No ahora. No tan pronto.
Y entonces lo huelo.
Antes de verlo, su esencia me golpea como una tormenta vieja y conocida: madera quemada, cuero húmedo, la furia contenida de un lobo que nunca supo domarse.
Kael.
Mi cuerpo reacciona antes que mi mente. Mis hombros se tensan. El corazón se me dispara. Y los niños… los niños se quedan en silencio.
Lo veo aparecer entre los árboles como si el tiempo no hubiera pasado. Alto, más fuerte que en mis recuerdos, con esa mirada dorada que no necesita palabras para atravesarte. Los demás se hacen a un lado. Claro que lo hacen. Sigue siendo el Alfa.
Y por unos segundos, solo estamos él y yo.
Cinco años no borraron nada. El lazo sigue ahí. No se ha roto. No del todo.
—Lía —dice mi nombre con esa voz rasposa que solía colarse en mis sueños.
No digo nada. Si hablo ahora, mi voz temblará, y no puedo permitírmelo.
Sus ojos bajan. A los niños. A sus ojos. A sus bocas. A la forma en que Elian se adelanta un poco… como si ya supiera quién es ese hombre.
—¿Son…? —Kael se detiene. Traga saliva.
Sí. Lo son. Pero no se lo daré tan fácil.
—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunta, la mandíbula apretada.
—Volviendo. Por un tiempo.
—Este no es tu lugar.
—Tampoco lo fue nunca, ¿recuerdas?
Silencio. Esa clase de silencio que duele.
—Deberías habérmelo dicho —masculla, dando un paso hacia mí.
Los niños retroceden instintivamente, y yo alzo un brazo delante de ellos, protectora, feroz.
—Cinco años tarde para eso, Kael.
Sus ojos se oscurecen. Su lobo está en la superficie. Lo sé porque el mío lo siente. Quiere salir. Quiere rugirle. Quiere que me toque otra vez como aquella vez, cuando todo parecía real.
—Uno de ellos… —empieza a decir, pero Elian lo interrumpe.
—Tú nos soñaste.
Kael lo mira, confundido.
—En tus pesadillas. Estábamos ahí —dice con toda la tranquilidad del mundo.
Kael palidece. Elian sonríe apenas.
Y yo quiero salir corriendo.
Porque el secreto está arañando la superficie. Mis hijos no son normales. Son la consecuencia de una luna maldita, de un rechazo sin romper, de un destino que se empeña en arrastrarnos una y otra vez al mismo punto.
Y ese punto siempre es Kael.
—Los voy a proteger —digo. No pido permiso. No explico. Solo afirmo.
—¿Protegerlos de mí? —Kael levanta una ceja, dolido.
—No lo sabes aún, pero sí.
Sus ojos se clavan en los míos, y hay tanto ahí que se me corta la respiración.
No he olvidado el sabor de sus labios. Ni el peso de su cuerpo sobre el mío. Ni el instante exacto en que su voz quebrada me dijo “no puedo amarte”.
Mentira. Todo fue mentira.
—Quiero hablar contigo —dice. No pregunta. Ordena.
—No estoy lista.
—Yo sí.
Silencio otra vez. Me arde todo.
—¿Quién es él? —susurra Emma, pegándose a mí.
Kael escucha. Y se estremece.
—Él es… alguien que se equivocó —le respondo.
Kael retrocede un paso. Como si le hubiera golpeado el alma.
Elian se suelta de mi mano y camina hacia él. Lentamente. Como un cachorro que no teme al fuego.
—Tu lobo… —dice con voz suave—. Está llorando.
Kael se agacha, como si el peso de esas palabras lo aplastara. Lo observa de cerca. Muy de cerca.
Y entonces, ocurre.
Los ojos de Kael se agrandan.
Porque en la mirada de Elian hay algo que no puede negar. Algo salvaje, antiguo. Algo que lo conecta directamente a él.
Su reflejo.
Su maldito reflejo.
—Dioses… —susurra, más para sí mismo.
Mi pecho se oprime. El aire se vuelve más denso. Sé lo que viene. Sé lo que sigue.
Kael extiende una mano, casi sin pensar. Su instinto lo guía. Su lobo ruge de reconocimiento.
Y entonces, Elian le sonríe.
La misma sonrisa torcida que Kael usa cuando miente.
Ahí lo tiene. Su hijo. Su sangre. Su condena.
Y por primera vez en años, lo veo tambalearse.
—¿Qué… qué son ellos? —pregunta.
—Lo que tú no supiste proteger.
Kael me mira. Y esta vez, no hay rabia.
Solo dolor.
Y algo más.
Algo que me asusta.
Esperanza.