El Gran Salón de la manada, antes imponente y solemne, ahora parecía un campo de batalla. Fragmentos de cristal ceremonial esparcidos por el suelo reflejaban la luz de las antorchas como estrellas caídas. El aroma a hierbas sagradas se mezclaba con el inconfundible olor del miedo y la ira. Los ancianos gesticulaban con desesperación mientras los guerreros formaban un perímetro protector alrededor de la familia del Alfa.
Lía mantenía a los trillizos pegados a su cuerpo como una leona protegiendo a sus cachorros. Damián temblaba ligeramente, sus ojos dilatados fijos en un punto invisible. Aria se aferraba a la pierna de su madre, mientras Lucas, el más pequeño pero también el más feroz, mostraba sus diminutos colmillos a cualquiera que se acercara demasiado.
—¡Silencio! —La voz de Kael retumbó en las paredes de piedra, haciendo que todos se detuvieran en seco—. Quiero explicaciones, no acusaciones.
El Alfa se movía como una tormenta contenida. Sus hombros tensos, su mandíbula apretada,