El aire vibraba con una energía antigua y poderosa. La cúpula de luz azulada que nos envolvía parecía respirar, expandiéndose y contrayéndose como un ser vivo. Dentro de ese espacio suspendido entre realidades, el tiempo fluía de manera diferente, más lento, más denso, como si cada segundo estuviera cargado con el peso de mil años.
Sira permanecía en el centro del círculo de piedras, su pequeña figura iluminada por un resplandor interior que hacía que su piel pareciera translúcida. Sus ojos, normalmente del color del ámbar como los de Kael, ahora brillaban con un tono plateado sobrenatural. Mi niña, mi pequeña, se había convertido en algo más, en un conducto para fuerzas que apenas comprendíamos.
—Mamá, tengo miedo —susurró, y aunque su voz sonaba diferente, más profunda, más antigua, pude reconocer en ella a mi hija asustada.
Di un paso hacia ella, pero Thorne extendió un brazo, impidiéndome avanzar.
—No interrumpas el flujo —advirtió, sus ojos cambiantes fijos en Sira—. Cualquier al