Cuando Sebastián y Martín llegaron, sofocados por la carrera en auto, la escena que encontraron les cortó la respiración. Un grupo de paramédicos se agolpaba alrededor de una camilla donde yacía una figura inmóvil, empapada y pálida.
No tuvieron que decir nada para saber que se trataba del tonto de Miguel. Una manta térmica lo cubría hasta el cuello. Aún estaba inconsciente. Sin pensarlo, Sebastián se abrió paso entre el pequeño grupo de curiosos que se había formado.
—¿Está muerto? —preguntó, sin rodeos, la voz ligeramente quebrada por la adrenalina y la carrera.
Uno de los paramédicos, un hombre de mediana edad con rostro cansado, negó con la cabeza mientras ajustaba la manta.
—No. Está inconsciente y con hipotermia moderada. El golpe contra el agua lo dejó aturdido, pero un pescador lo sacó rápido. Tiene suerte de estar vivo. Lo llevamos al Hospital Central.
Un alivio agridulce inundó a Sebastián. No estaba muerto. Pero la pesadilla continuaba.
Martín, que había llegado jadeando de