El viento salado del muelle azotaba el rostro de Miguel, pero él apenas lo sentía. Su corazón era un tambor frenético golpeando contra sus costillas. Llegó jadeando; las palmas de sus manos estaban entumecidas y adoloridas por el esfuerzo de empujar las ruedas a toda velocidad por las calles que conducían al puerto.
Sus ojos llenos de desesperación observaron la zona con una mezcla de esperanza y terror. Esperanza de haber llegado temprano y terror de no haberlo hecho. Pero cuando vio alrededor, notó que no había flores. No había música. No había ninguna propuesta de matrimonio.
Solo estaban unos pocos pescadores solitarios al otro extremo del embarcadero y el interminable vaivén de las olas grises contra el muelle. La mentira de Dimitri fue tan obvia, tan cruelmente elaborada, que por un momento la rabia ahogó incluso su desesperación. Había sido un señuelo, una burla perfectamente diseñada para hacerlo correr como un idiota.
Y había funcionado a la perfección.
Pero mientras estaba a