Capítulo 06 «¿Quieres verla?»

La vajilla ya estaba servida sobre el mantel impecable. Los rayos de la mañana se filtraban por las ventanas altas del comedor, creando reflejos suaves sobre la loza. Miguel esperaba de pie, con el ceño ligeramente fruncido y las manos en los bolsillos. Había estado despierto desde temprano, pero no por hambre. Algo más le revolvía el estómago.

Sofía entró en silencio, con paso lento y el cabello aún húmedo por la ducha. Al verla, Miguel se acercó con rapidez. No saludó. No preguntó cómo había dormido. Solo alzó el abrigo masculino que descansaba sobre una silla.

—¿De quién es esto? —preguntó, con una voz baja, pero cargada.

Sofía dudó por un instante. No estaba segura de cómo responder, ni por qué aquello parecía tan importante. Le hizo una seña tranquila, explicando que pertenecía al amigo de él, al hombre que la había llevado a casa tras la fiesta. Nada más.

Miguel guardó silencio por unos segundos. Apoyó ambas manos sobre el respaldo de la silla y bajó la cabeza, sin disimular su molestia.

—¿Y por qué Martín te…? —No terminó la frase. Se irguió de golpe, respiró hondo y luego añadió: —No tienes que ocuparte de esto. Que lo devuelva el mayordomo. No vuelvas a aceptar nada de él.

La severidad en su tono la desconcertó. ¿Por qué le afectaba tanto algo tan simple? Sofía, sin ánimo de discutir, solo asintió con suavidad.

Miguel dio un paso atrás, como si necesitara marcar distancia. Tomó su taza de café y la llevó a los labios, aunque no bebió. Los ojos le brillaban con una mezcla de incomodidad y algo más que Sofía no supo identificar.

»¿Cómo está Clara? —preguntó ella al fin, en señas lentas, midiendo cada movimiento.

Necesitaba cambiar la dirección de la conversación antes de que el ambiente se tornara aún más tenso.

La pregunta lo sorprendió. Miguel dejó la taza sobre el plato con un leve sonido seco, soltó un bufido casi imperceptible y desvió la mirada hacia la ventana, ocultando el leve fastidio que le provocaba escuchar ese nombre en labios de Sofía.

—No lo sé —respondió, con una indiferencia forzada—. Estaba sedada. Los médicos aún la revisaban cuando me fui.

Sofía guardó silencio unos segundos, observándolo con atención. No era difícil notar la inquietud detrás de su actitud distante, ni cómo evitaba mencionar el miedo que aún lo rondaba desde la caída de Clara.

»¿Quieres que vayamos a verla?

Miguel levantó la vista, algo desconcertado por su ofrecimiento.

—¿Tú… quieres ir?

—Es mi hermana —contestó con calma, evitando pronunciar su nombre. Después sonrió suavemente, como si aquella situación fuera solo un compromiso más que debía cumplir—. Y mi madre está allí.

Miguel la miró unos segundos, incómodo. No entendía cómo podía mostrar tanta bondad después de todo lo que había pasado. Una parte de él sintió una punzada de culpa, pero rápidamente la enterró bajo el resentimiento que aún guardaba.

Asintió con un gesto breve y, sin decir nada más, llevó la taza a los labios, bebiendo por fin un sorbo del café, ya frío y amargo como la conversación.

Los pasillos del hospital estaban en calma, pero en la habitación de Clara todo parecía estancado en una tensión espesa. La madre de Sofía estaba sentada junto a la cama, de brazos cruzados, mientras Clara dormía, o al menos fingía hacerlo.

Cuando Sofía entró junto a Miguel, la mirada de su madre fue inmediata, dura, como una piedra lanzada con precisión. Se levantó sin disimular el fastidio, como si su presencia estropeara algo.

—¿Qué haces aquí? —murmuró, sin siquiera saludarla. Luego miró a Miguel—. Pensé que vendrías solo.

Miguel rodeó a Sofía por la cintura con un brazo, un gesto protector que no pasó desapercibido.

—Ella es mi esposa y la hermana de Clara —respondió con voz baja, pero firme—. Y tiene todo el derecho de estar aquí.

La madre de Sofía apretó los labios, molesta. No replicó, pero sus ojos hablaban por ella. En ese momento, Clara abrió los ojos. Estaba pálida, con las mejillas hundidas y el cabello enredado sobre la almohada. Una lágrima descendió por su sien, aunque la ocultó al cubrirse el rostro con el dorso de la mano.

—Me duele… —murmuró—. La pierna, el brazo… todo.

Miguel se acercó, serio.

—No deberías haber bebido así. Nadie te obligó.

Clara lo miró, herida.

—¿Eso piensas de mí?

Él guardó silencio un instante.

—Eso y más. Pero no ahora. ¿Quieres algo para el dolor?

Ella asintió con un gesto casi infantil. Miguel suspiró y salió de la habitación, murmurando algo a la enfermera del pasillo.

En cuanto la puerta se cerró tras él, la madre de Sofía se giró de inmediato hacia su hija. Tenía el ceño fruncido, y sus manos se movían furiosas, como si la acusara.

»¿No te basta con haberte quedado con lo que no es tuyo? ¿También tienes que venir a provocarla mientras está herida?

Sofía dio un paso atrás, pero no respondió. No tenía sentido explicarse ante alguien que nunca quiso oírla.

»Eres una sombra, Sofía. Y ella… ella nació para brillar.

Abrió la boca para decir algo más, pero Clara levantó una mano débilmente desde la cama.

—Mamá, por favor. Déjanos solas.

—¿Qué?

—Quiero hablar con ella. A solas.

La madre dudó, molesta. Miró a Sofía como si no confiara en que fuera capaz de mantener la compostura ni de respetar a su hermana. Pero al final, bufó con desprecio, tomó su bolso y se dirigió a la puerta.

—No pierdas tiempo —le dijo a Clara, sin mirarla—. Esta conversación no servirá de nada.

Luego giró la cabeza hacia Sofía y añadió, con un gesto que heló la sangre:

»Ya destruiste bastante. Que no se te ocurra seguir estorbando.

Sofía no respondió. Por un instante, nadie dijo nada. Solo se oía el sonido lejano de los monitores y el leve crujir de las sábanas.

Sofía apretó las manos, sintiendo en los dedos la tensión que le oprimía el pecho.

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