La lluvia fina caía sobre Roma como un manto de lágrimas frías. En un palazzo del siglo XVI, en una sala donde el oro de los marcos se perdía en la penumbra, el aire olía a cera antigua, whisky caro y el tenue perfume a azahares de Vittoria.
Rebeca Vitale recorría la estancia como una pantera enjaulada, el taconeo de sus Louboutin marcando un ritmo nervioso sobre los mosaicos venecianos. Frente a ella, en butacas de cuero oscuro, tres figuras esperaban: Kareem Al-Farsi, de mirada gélida; Alfonzo Vittoria, Santoro; y dos personas sentadas a contraluz, cuyos rostros permanecían ocultos, observando su teatro de frustración.
Hablaban del próximo paso cuando un hombre ingresó. La lluvia goteaba de su gabardina negra. Llevaba un sobre de manila que entregó con cuidado a Rebeca y se retiró sin pronunciar palabra.
Ella abrió el sobre con dedos que apenas contenían un temblor. Dentro había un dosier de fotografías. Allí estaban: Salvatore con todos reunidos en el centro comercial —los niños, A