Unos días después el sonido de las ruedas de la maleta resonaba en la entrada de la mansión Moore.
Beatrice, vestida con un abrigo de lana y una bufanda color burdeos, se giró hacia sus nietos. James, aún débil, permanecía sentado en su silla, mientras Noah estaba recargado contra la pared, los brazos cruzados.
—Antes de irme… quiero decirles algo —dijo Beatrice, su voz grave pero firme—. Esta casa ha visto guerras silenciosas. Y también ha visto lo que ocurre cuando dos hermanos se olvidan de serlo.
Noah bajó la mirada. James sostuvo la de su abuela sin parpadear.
—Están vivos. Y eso ya es algo. Pero no pueden seguir dándose la espalda. La vida no es eterna… y el orgullo no se hereda —añadió con dureza—. No destruyan lo que aún pueden salvar.
Se acercó y besó la frente de James. Luego abrazó a Noah, apretando más de lo necesario.
Sin añadir más, subió al auto que la esperaba y se marchó.
El silencio que dejó fue denso.
La mansión Moore estaba inusualmente silenciosa d