78

La noche había caído como una sentencia sobre la mansión.

A las afueras de York, rodeada por un bosque espeso y silencioso, la propiedad parecía ajena al mundo. No había caminos visibles, ni luces que guiaran. Solo la oscuridad, húmeda y expectante, como si el mismo aire contuviera la respiración.

Isabelle empujó la ventana del segundo piso con manos temblorosas.

El cristal cedió con un crujido que pareció gritar más fuerte que ellas.

Celeste la miró, sin palabras.

No había tiempo para dudas.

Saltaron.

El impacto contra el suelo fue brutal.

El cuerpo de Celeste se dobló sobre sí mismo, y un chasquido seco rompió el silencio.

Su brazo, torcido.

El dolor la atravesó como un relámpago, pero no gritó.

No podía.

No debía.

Isabelle cayó junto a ella, jadeando, con la adrenalina empapándole la piel.

—Celeste… —susurró, arrodillándose—. ¿Puedes moverte?

Celeste apretó los dientes, los ojos llenos de lágrimas que no se derramaban.

—No pienso quedarme aq
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