La luz matinal se filtraba por las cortinas de lino, suave y dorada. Isabelle apenas había logrado dormir. El cansancio se había vuelto parte de ella, como una sombra que no se iba. Noah ya se había marchado temprano a la oficina, dejándole un beso en la frente y una mirada que, aunque preocupada, no insistió más.
—Isa, ¿estás despierta? —la voz de Lucie sonó al otro lado de la puerta, seguida por el golpeteo alegre de Camille—. ¡Traemos desayuno!
Isabelle se incorporó con esfuerzo, se puso una bata de seda y abrió la puerta. Lucie y Camille entraron con un carrito de plata repleto de delicias: croissants recién horneados, frutas frescas, café, jugo de naranja, y una bandeja de huevos trufados.
—¿Podemos pasar? —preguntó Camille, ya empujando el carrito con entusiasmo.
—Claro… Noah ya se fue —respondió Isabelle, intentando sonreír.
Pero apenas el aroma del café y los huevos llegó a ella, su cuerpo reaccionó sin aviso. Isabelle se llevó una mano a la boca y corrió al baño. La