La mañana era fría, pero el jardín parecía ajeno al invierno. Isabelle caminaba entre los rosales, envuelta en un abrigo que no lograba calentarle el pecho.
Se detuvo junto al banco de piedra donde Edward solía sentarse cuando la visitaba.
—Feliz Navidad, papá… —susurró, con la voz quebrada—. Esta vez no llamaste.
El silencio fue su única respuesta.
Y por primera vez, Isabelle sintió que la Navidad no tenía sentido.
Dentro de la casa, la cocina estaba cálida, llena del aroma a café y pan recién horneado.
Celeste reía suavemente mientras Noah le contaba algo en voz baja.
Sus gestos eran naturales, íntimos.
Como si no hubiera nadie más en el mundo.
James entró sin hacer ruido.
Los vio.
Y algo se tensó en su pecho.
No era por Celeste.
Era por lo que él no podía tener.
Por lo que había perdido antes de siquiera intentarlo.
—¿Interrumpo algo? —dijo, con tono neutro.
Noah levantó la vista.
Leyó la expresión de su hermano como si fuera un libro abierto.
—No —respo