La tarde comenzaba a caer sobre Belvedere Hill, tiñendo la fachada de la mansión con tonos dorados y sombras alargadas. El aire era suave, pero la tensión aún flotaba en el ambiente como un eco persistente.
Isabelle estaba en la entrada, con el corazón acelerado. Había volado desde Francia en cuanto Linda la alertó. No preguntó detalles. No esperó explicaciones. Solo quería verlos. A Leah. A Alex. Saber que estaban bien.
El auto de seguridad se detuvo frente a la puerta. Damián bajó primero, luego abrió la puerta trasera. Leah y Alex salieron con pasos cautelosos, aún con la expresión marcada por el miedo.
Isabelle corrió hacia ellos sin pensarlo.
—¡Leah! ¡Alex!
Los niños la vieron y se lanzaron a sus brazos. Isabelle los rodeó con fuerza, como si pudiera protegerlos solo con su abrazo.
—Estamos bien, mamá —dijo Leah, con voz suave—. Solo nos asustamos un poco.
—Ya están a salvo —susurró Isabelle, acariciándoles el cabello—. Ya pasó.
Minutos después, otro auto llegó. J