La noche había caído sobre la mansión Moore, envolviendo los jardines en una calma dorada. Las luces del comedor estaban encendidas, cálidas, y todos estaban ya sentados alrededor de la mesa. La cena se servía entre risas suaves, conversaciones cruzadas y el sonido de cubiertos que no interrumpía la armonía.
James estaba conversando con Evan, mientras Isabelle ayudaba a Leah con su servilleta. Alex, como siempre, se sentaba con la espalda recta, atento a todo lo que ocurría, como si cada gesto fuera parte de una lección silenciosa.
Fue entonces que Gregory entró.
Había estado en la biblioteca todo el día, sin salir, sin hablar. Su presencia en el comedor fue inesperada, pero nadie dijo nada. Al cruzar el umbral, sus ojos se detuvieron brevemente en Alex. El niño, sin saberlo, se giró justo en ese momento y lo miró con una expresión tranquila, curiosa.
James, desde su lugar, notó la mirada de su padre. Vio cómo Gregory observaba a Alex con una intensidad que no solía mostrar. Y