Mas tarde, el vestido llegó en una caja de lino claro, envuelta en cintas doradas y perfume discreto. Una empleada lo depositó con sumo cuidado en la vestíbulo de la mansión Moore. Isabelle bajaba por las escaleras cuando lo vio. No hubo anuncios, solo el silencio seco de una certeza materializada.
Desató la cinta, abrió la tapa, y allí estaba: el vestido de novia. Marfil, bordado a mano, con detalles que brillaban incluso en penumbra. No era el vestido que soñó. Era el vestido que habían elegido para el compromiso que se había impuesto.
Sus ojos se llenaron. No de emoción, sino de algo más profundo: resignación convertida en llanto. Se sentó en el piso, a un costado de la caja, como si el peso de esa tela le cayera directo en el pecho.
En ese momento, Noah entró. El sonido de sus pasos detuvo el aire por un segundo. La vio allí, frágil, pequeña frente a la maquinaria de la tradición.
—¿Es tan terrible casarte conmigo? —preguntó, sin dureza, pero sin disimular el nudo en su ga