Noah e Isabelle seguían abrazados, acurrucados bajo la manta vieja, temblando aún, pero ya no congelados. El calor que compartían era frágil, insuficiente, pero había algo en su cercanía que los mantenía despiertos. Vivos.
Fue el sonido de pasos apresurados lo que los alertó. James apareció entre la bruma, seguido por Damián y dos hombres más. Al verlos, James se detuvo en seco.
—¡Aquí! —gritó, llamando a los demás.
Se acercó con rapidez, sin apartar la vista de Isabelle. Al llegar, se quitó el abrigo sin decir palabra y lo colocó sobre sus hombros. Isabelle lo aceptó, temblando.
James le tomó el rostro con ambas manos, con cuidado, y al ver los moretones en su piel, frunció el ceño.
—Maldito infeliz… —murmuró, con la voz cargada de rabia.
Quiso cargarla, pero Isabelle negó con suavidad.
—Puedo caminar. Ayuda a Noah.
James asintió, sin discutir. Se volvió hacia su hermano, que estaba sin camisa, con los pantalones aún húmedos y el cuerpo marcado por golpes.
—Vamos —d