La mañana era tranquila, con el sol filtrándose por las cortinas de la habitación. Isabelle estaba sentada en el sillón, con la niña dormida en su pecho y el niño en la cuna a su lado. Vivianne se acercó con una taza de té y se sentó junto a ella, en silencio.
—¿Cómo te sientes? —preguntó con suavidad.
Isabelle tardó en responder. Miró a su hija, acarició su frente con la yema de los dedos.
—Llena. Y vacía al mismo tiempo. Es extraño… hay tanto amor aquí, pero también una ausencia que pesa.
Vivianne asintió, sin interrumpir.
—James debería estar aquí —continuó Isabelle—. Debería haberlos visto nacer. Escuchar su primer llanto. Sostenerlos.
—Lo sé —dijo Vivianne—. Pero estás rodeada de personas que los aman. Y que te aman. Eso no borra el dolor, pero lo acompaña.
Isabelle sonrió con tristeza.
—A veces me pregunto si él los querría. Si entendería por qué hice esto sola.
Vivianne tomó su mano.
—James los querría. No por cómo llegaron, sino por quiénes son. Y tú hicist