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El jardín estaba bañado por una luz suave, con la mesa ya dispuesta: café humeante, pan recién horneado, frutas cortadas con esmero. Los platos brillaban bajo el sol, y el aire tenía ese aroma a mañana tranquila que rara vez se sentía en esa casa.

Camille fue la última en llegar, y al ver a Noah ya sentado —no solo eso, sino sirviendo jugo a Isabelle con una sonrisa discreta— se detuvo un momento antes de tomar asiento. Lo observó interactuar con los demás: le ofrecía café a Beatrice, hacía un comentario amable sobre el mantel que James había elegido, y hasta se inclinó para recoger una servilleta caída sin que nadie se lo pidiera.

Camille se sentó junto a James y murmuró, sin apartar la vista de Noah:

—¿Quién es este y qué hizo con tu hermano?

James soltó una risa breve, mientras Noah, al otro extremo de la mesa, decía en voz alta:

—¿Alguien más siente que esta música nos convierte en una familia de película francesa? Solo falta que alguien confiese un secreto dramático.
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