La luz entraba oblicua por los grandes ventanales de la mansión Moore, bañando la habitación en tonos suaves de oro y nácar. Isabelle abrió los ojos despacio, sintiendo el peso leve de las sábanas sobre su cuerpo y la calidez de Noah a su lado. No hubo caricias que recordaran la noche anterior, pero sí una cercanía doméstica que parecía casi íntima.
—Buenos días —susurró él, rozando sus labios con los de ella en un beso que no buscaba incendiar, solo marcar presencia.
—Buenos días —respondió ella, con una sonrisa tenue.
Ambos se levantaron con aire tranquilo. Noah buscó su camisa aún doblada sobre el sillón; Isabelle entró al vestidor y emergió minutos después vestida con un conjunto claro, el cabello suelto pero controlado.
Cuando salieron al pasillo de mármol, la escena los detuvo: James y Celeste conversaban junto al ventanal que daba al jardín trasero. Él vestía sencillo y sobrio, camisa gris abierta al cuello, pantalón de lino, los brazos cruzados. Ella, de blanco con det