Zeynep entró en la habitación con Kerim. El ambiente estaba impregnado de una tensión densa, casi palpable, que parecía pesar en el aire. Avanzó en silencio hacia la cama, sus pasos cautelosos sobre la alfombra, y se recostó con cierta pesadez, como si el simple acto de acostarse representara un escape temporal del mundo que la rodeaba. Kerim, sin mirarla al principio, se acomodó en el otro extremo de la cama, tirando de las mantas con movimientos bruscos y nerviosos.
Zeynep lo observó durante unos segundos, notando el ceño fruncido y la rigidez en sus hombros. Finalmente, rompió el silencio con una pregunta cargada de preocupación y frustración:
—¿Por qué actúas así, Kerim?
Él giró su rostro hacia ella, sus ojos grises apagados, carentes de esa chispa que una vez la había cautivado. Se acomodó mejor bajo las sábanas, como si buscara refugio en ellas, y respondió con voz grave, apenas un susurro:
—¿Y cómo quieres que actúe? ¿Que muestre la felicidad que supuestamente debería tener? Por