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Capítulo 6 Yo… iba a contártelo todo

 

Por un instante, todo quedó en un silencio que se podía cortar con un cuchillo. Tres corazones latiendo al borde del colapso: el de Zeynep, roto por la revelación inesperada; el de Esra, desgarrado por el dolor de una traición que jamás imaginó; y el de Kerim, atrapado en medio de un torbellino de consecuencias inevitables.

Kerim dio un paso hacia adelante. Primero miró a Zeynep, con los labios apretados y los ojos oscuros de incertidumbre, y luego a Esra, que sostenía entre sus manos el registro de matrimonio. Su voz tembló al intentar romper aquella barrera de silencio.

—Yo… iba a contártelo todo esta misma noche, Esra…

Ella lo observó incrédula, con las lágrimas resbalando por sus mejillas. Dio un paso atrás, sacudiendo la cabeza con desesperación.

—¿Contármelo? —repitió, casi con un grito ahogado—. ¿Y qué pensabas decirme, Kerim? ¿Que estabas casado mientras yo hacía planes de vida contigo? ¿Que la mujer que está aquí parada es tu esposa legítima?

Kerim intentó acercarse, tendiendo una mano hacia ella, pero Esra retrocedió de inmediato.

—No tienes que decirme nada —dijo con voz quebrada, aunque firme—. Mejor me largo.

Soltó el registro de matrimonio, que cayó al suelo con un golpe seco. Se giró de inmediato y salió del apartamento apresurada, ahogada en sollozos. Kerim reaccionó tarde, corriendo tras ella.

—¡Esra, espera! —gritó desesperado.

El eco de sus pasos resonó por el pasillo. Ella presionó el botón del elevador con las manos temblorosas, mientras las lágrimas la cegaban. Kerim llegó a su lado justo cuando las puertas se abrían. En un impulso, la tomó entre sus brazos, impidiéndole entrar.

—¡Escúchame, basta! —suplicó, sujetándola con fuerza—. No es lo que parece… Déjame explicarte, Esra, por favor.

Ella forcejeó con rabia, intentando soltarse. Sus ojos estaban rojos, sus labios temblaban y su voz se quebraba entre gritos.

—¿No es lo que parece? —repitió con ironía y furia—. ¡Vi el certificado de matrimonio con mis propios ojos! ¡Hablé con tu esposa! ¿De qué explicación hablas? ¿Quién te crees que soy, Kerim? ¿Una tonta?

—No eres tonta… —respondió él, intentando calmarla.

—¡Entonces suéltame! —chilló Esra, empujándolo con todas sus fuerzas—. Ya basta. No soy una estúpida, no voy a creerte. ¡Se acabó!

Se liberó bruscamente de sus brazos y, sin mirar atrás, salió corriendo del edificio. Kerim quedó de pie en la entrada, inmóvil, sintiendo cómo su mundo se derrumbaba en cuestión de segundos. Su respiración era agitada, sus manos aún temblaban por el forcejeo y en su pecho un dolor lacerante lo atravesaba.

Miró hacia la calle, esperando verla todavía, pero Esra ya se había perdido entre la multitud. Levantó la vista hacia su apartamento, soltó un suspiro amargo y se pasó las manos por el rostro. La vergüenza, la culpa y la impotencia lo envolvían. Finalmente, caminó lentamente hacia la salida con la intención de alcanzarla, aunque sabía que tal vez ya era demasiado tarde.

Mientras tanto, dentro del apartamento, Zeynep permanecía inmóvil. Había escuchado cada palabra, cada grito, cada reproche. Su corazón latía con fuerza, pero su mente estaba clara: estaba dispuesta a todo menos a convertirse en la burla de todos.

Caminó lentamente por el lugar, observando cada rincón. El perfume de Esra impregnaba el aire, las cortinas tenían su estilo, había fotografías en los estantes y prendas femeninas colgadas descuidadamente en una silla. No había duda: esa mujer vivía allí, compartía la vida de Kerim, el hombre con el que ella se había casado hacía apenas una semana.

Su respiración se volvió pesada. Apretó los puños, conteniendo la rabia y el dolor que la consumían. De pronto, tomó una bolsa grande que estaba en un rincón y comenzó a recoger cada cosa que le pertenecía a Esra. Ropa, cosméticos, zapatos, recuerdos. Uno por uno, los lanzó con violencia dentro de la bolsa, sin detenerse a pensar, como si expulsar esas cosas fuera la única manera de sacar también el dolor que sentía.

Al terminar, arrastró la bolsa hasta el cubo de basura y la tiró sin contemplaciones.

Regresó al sofá y se dejó caer con elegancia forzada, cruzando las piernas y sosteniendo la barbilla entre las manos. Miró al vacío, con los ojos empañados. Su interior era un caos, pero no derramó ni una sola lágrima.

“¿Qué pasará ahora?”, se preguntaba. “¿Esra tendrá el valor de decirle a Kerim que está embarazada? No lo creo… está tan herida como yo. Pero… ¿Y si lo hace? ¿Y si Kerim decide divorciarse de mí y quedarse con ella por ese bebé? Si Baruk y Selin lo aceptan, yo me convertiré en la risa de todos. Seré la esposa abandonada, la humillada”.

Un nudo se formó en su garganta. Cerró los ojos con fuerza, recordando el momento en que vio a Kerim por primera vez en su pueblo. Él había llegado como un extraño, un hombre distante, altivo, pero en ese instante ella había sentido algo inexplicable. Se había enamorado sin remedio, sin importar las circunstancias, sin medir las consecuencias.

“Estoy enamorada de Kerim desde el primer día”, se confesó en silencio, apretando los labios—. “Y ahora… ahora temo perderlo para siempre”.

El silencio del apartamento se hizo insoportable. Zeynep se levantó, caminó hasta la ventana y observó la ciudad que se extendía frente a ella, iluminada por miles de luces. Se sintió pequeña, sola, atrapada en un mundo que no era el suyo.

De repente, un golpe de realidad la estremeció. La voz de su conciencia susurraba que debía ser fuerte, que no podía mostrarse como una víctima, que no debía darles a los demás el gusto de verla derrumbarse. Inspiró hondo, secó sus lágrimas y se prometió a sí misma que no dejaría que nadie la humillara, ni siquiera Kerim.

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