Zeynep respiró hondo cuando escuchó el clic del portón. El eco metálico aún resonaba en sus oídos mientras tomaba con fuerza el asa de su maleta. El aire frío de Berlín le calaba en los huesos, pero lo que más la estremecía no era el clima, sino la voz femenina que acababa de escuchar al otro lado del intercomunicador.
Con pasos firmes, aunque el corazón le golpeaba contra el pecho, entró al edificio. El olor a cemento húmedo y pintura vieja impregnaba el pasillo, un contraste doloroso con la imagen que ella había creado en su mente de la vida de Kerim en el extranjero. Subió las escaleras lentamente, como si cada peldaño pesara toneladas. El ascensor estaba fuera de servicio, pero aun si hubiera funcionado, Zeynep habría preferido subir a pie: necesitaba tiempo para pensar, para ordenar las preguntas que se acumulaban en su cabeza como un torrente desbordado.
Cuando alcanzó el tercer piso, su respiración estaba agitada. La puerta se abrió antes de que ella pudiera tocar. Frente a ella apareció una joven de cabello castaño, recogido en una coleta improvisada, con una blusa holgada y un gesto de sorpresa mezclado con incomodidad. Sus ojos se encontraron como dos cuchillas a punto de chocar.
El silencio fue incómodo, un vacío cargado de preguntas y sospechas. Pero Zeynep no estaba dispuesta a mostrarse débil. Inspiró hondo, levantó la barbilla con elegancia y dio un paso al frente como si aquella puerta no le perteneciera a otra persona más que a ella.
—Gracias —murmuró con una calma calculada, arrastrando su maleta al interior.
La joven la siguió con la mirada, desconcertada. Zeynep avanzó unos pasos más y se detuvo. La sala era un completo desorden: cojines tirados en el suelo, ropa esparcida en el sofá, platos sucios sobre la mesa de centro, y un olor penetrante a café frío y cigarrillo impregnaba el ambiente. Nada de lo que veía se parecía al mundo ordenado y elegante que imaginaba para Kerim.
—Puede sentarse, si gusta —dijo la mujer con una voz tensa, como si tratara de recuperar el control de la situación.
Zeynep aceptó la invitación con la naturalidad de una reina entrando a su palacio. Se sentó en el sillón con elegancia, cruzando una pierna sobre la otra, dejando que el sonido de sus tacones resonara en el suelo como un recordatorio de su presencia. Su postura era impecable: la espalda erguida, el mentón en alto, los labios curvados en una sonrisa serena que contrastaba con el huracán que llevaba dentro.
La otra mujer, incapaz de soportar más el silencio, lanzó la primera pregunta.
—¿Quién diablos eres tú? —espetó con los ojos entrecerrados.
Zeynep sonrió con una calma venenosa, como si hubiera estado esperando justo esa pregunta.
—Ummm… —hizo una pausa, disfrutando de la tensión—. Soy la esposa de Kerim. Y tú, ¿quién eres?
La mujer soltó una carcajada nerviosa, cargada de sarcasmo.
—¿Qué? ¿Qué acabas de decir?
—Que soy la esposa de Kerim —repitió Zeynep con suavidad, como si enunciar aquella frase le diera poder—. Nos casamos la semana pasada… ¿no te lo dijo?
La sonrisa de la mujer se congeló. Sus labios temblaron antes de responder, y por un momento pareció no encontrar las palabras adecuadas.
—No… no sé de qué hablas.
—Oh, querida —continuó Zeynep, ladeando la cabeza con fingida compasión—, parece que no te dijo nada. Pero es cierto. Hubieras visto la boda… fue maravillosa, en una gran mansión. Imagínatelo: flores blancas, música en vivo, cientos de invitados, y mi querido esposo cuidando cada detalle para que yo me sintiera feliz.
Cada palabra era como un puñal que Zeynep clavaba con precisión quirúrgica.
La mujer perdió la compostura. Se levantó de golpe, tirando con furia la taza de café que tenía en la mano. El líquido se esparció sobre la alfombra, mezclándose con lágrimas que ahora caían sin control.
—¡Esto es una maldita broma! —gritó, lanzando todo lo que encontraba a su alcance—. ¡No puede ser! ¡No puede ser! ¡Él no haría algo así! ¡Me mintió, me mintió todo este tiempo!
Zeynep la observaba sin inmutarse, como si contemplara una escena de teatro.
—¿Tan difícil es de creer? —susurró, apoyando un codo en el brazo del sillón—. Porque es la verdad.
La mujer, con los ojos rojos y el pecho agitado, se acercó a Zeynep con pasos firmes, como si quisiera reducir la distancia para confirmar que aquello era real.
—¡Estás mintiendo! —dijo casi entre sollozos—. ¡Lo sé! ¡Él no podría hacerme algo así! ¡Me ama! Yo… yo he sido su novia durante tres años.
Esas palabras fueron como un balde de agua fría para Zeynep. Su expresión, aunque contenida, reveló una mínima chispa de sorpresa. Tres años. Repitió esas palabras en su mente, una y otra vez.
Aun así, no podía dejar que la otra viera su vulnerabilidad. Sacó de su bolso un sobre cuidadosamente doblado. Lo abrió con calma y extendió el documento frente a la mujer.
—¿Ves esto? —dijo con una sonrisa cruel—. Es el registro de nuestro matrimonio. Puedes leerlo tú misma.
La mujer lo tomó con manos temblorosas. Sus ojos recorrieron cada línea, y poco a poco la incredulidad se transformó en devastación. Las lágrimas le nublaron la vista. Se dejó caer sobre el sofá, apretando el papel contra el pecho.
—No… no puede ser… —murmuraba entre sollozos—. No… no…
Zeynep la observaba en silencio, disfrutando el efecto de su verdad. Pero entonces, la mujer levantó la vista con un brillo extraño en los ojos.
—Estoy embarazada.
El mundo de Zeynep se tambaleó en ese instante. El aire se volvió pesado, difícil de respirar.
—¿Qué… qué dijiste? —preguntó, intentando mantener la compostura.
—Estoy embarazada —repitió la mujer, sacando un sobre de su cartera. Lo extendió frente a ella—. Te lo iba a contar hoy, a él… iba a darle la sorpresa. Pero parece que el destino quiso que te enteraras tú primero.
Zeynep dudó, pero tomó el sobre. Lo abrió con cuidado, aunque en su interior deseaba no hacerlo. Dentro había un resultado de laboratorio, sellado y firmado. Sus ojos se clavaron en una sola línea: “Embarazo confirmado. 8 semanas”.
Un nudo se formó en su garganta.
—Esto… esto tiene que ser una mentira… —dijo en voz baja, aunque sonaba más como un ruego.
La mujer sacudió la cabeza, con lágrimas cayendo por su rostro.
—No miento. Aquí tienes la prueba. Tengo ocho semanas de embarazo. Y justo hoy pensaba darle la noticia al hombre que, al parecer, es también tu esposo.
El silencio fue insoportable. Ambas se miraron, compartiendo un mismo dolor que las unía y las separaba al mismo tiempo. La tensión en la habitación era tan espesa que parecía que el aire podía cortarse con un cuchillo.
De pronto, la puerta del apartamento se abrió. El sonido fue como un trueno en medio de esa calma tensa.
Kerim entró cargando bolsas con compras. No tuvo tiempo de reaccionar cuando la mujer, con un grito desgarrador, exclamó:
—¡Maldito seas!
Kerim se quedó congelado, atónito, mientras veía cómo ella le arrebataba el sobre de las manos a Zeynep. Sus ojos se movieron de una a otra, intentando comprender la escena.
Y entonces, la vio.
—¿Zeynep…? —susurró, incrédulo.
Ella se levantó despacio del sillón. Sus miradas se encontraron: la de Kerim, llena de sorpresa y confusión; la de Zeynep, cargada de lágrimas contenidas, dolor y una rabia que amenazaba con estallar.
Por un instante, todo quedó en silencio. Solo tres corazones latiendo al borde del colapso.