El reloj del pequeño apartamento marcaba casi las nueve de la noche cuando Abram descendió del taxi. La ciudad estaba envuelta en una neblina densa, y las luces de los faroles se reflejaban en el pavimento húmedo. Caminaba con paso firme, el rostro tenso, los puños apretados dentro de los bolsillos de su chaqueta. Llevaba horas buscando a Azra, y cada minuto que pasaba sin encontrarla lo consumía más.
Cuando al fin llegó al edificio, subió las escaleras de dos en dos y se detuvo frente a una puerta añeja, con el número 304 marcado en pintura descascarada. Tocó el timbre con fuerza, una y otra vez, hasta que una voz femenina gritó desde adentro:
—¡Ya voy, ya voy!
La puerta se abrió y apareció Sen, la amiga de Azra. Llevaba una bata de casa y el cabello recogido en un moño desordenado. Su rostro se tensó al verlo.
—¿Y tú quién eres? —preguntó con desconfianza.
—¿Está Azra? —replicó él, sin rodeos.
Sen entrecerró los ojos, como si evaluara si debía dejarlo pasar o no. Finalmente, exhaló