Kerim apretó el volante con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. El motor del auto rugía mientras aceleraba por la carretera desierta, dejando atrás la ciudad y adentrándose en la penumbra de los campos. Azra, sentada a su lado, mantenía las manos entrelazadas sobre el regazo, los ojos muy abiertos, reflejando el temor y la incertidumbre.
—¿Adónde me llevas, Kerim? —preguntó ella, con la voz temblorosa, apenas un susurro que parecía perderse en el zumbido del motor.
Kerim no respondió de inmediato. La miró de reojo, con una mezcla de dolor y rabia centelleando en sus ojos, pero enseguida volvió su atención a la carretera. La mandíbula apretada, el ceño fruncido; era evidente que luchaba por controlar sus emociones.
—Me arruinaste la vida, Azra —dijo finalmente, la voz cargada de reproche, como si cada palabra le costara un esfuerzo monumental.
Azra desvió la mirada hacia la ventanilla. Su reflejo en el cristal le devolvía una imagen de sí misma que le resultaba extraña: