El amanecer se filtraba tímido por las cortinas, llenando la sala con una luz suave.
Zeynep dormía recostada junto al sofá, con la cabeza apoyada en un cojín, mientras su bebé descansaba plácidamente en su cuna. Kerim, aún medio dormido, abrió los ojos lentamente.
Lo primero que vio fue aquella imagen: su esposa y su hijo dormidos juntos, tan cerca y, al mismo tiempo, tan lejos de él.
Por un momento, su corazón se ablandó.
Una sonrisa casi imperceptible se dibujó en su rostro, pero enseguida un punzante dolor de cabeza lo obligó a cerrar los ojos y llevarse una mano a la sien.
El sonido lo despertó por completo. Zeynep, alertada por el leve quejido, se incorporó sobresaltada.
—Kerim… —susurró mientras se acercaba—. ¿Estás bien, mi amor?
Él la miró con los ojos entrecerrados, la voz áspera por la resaca y el cansancio.
—Estoy bien, Zeynep… solo me duele la cabeza. No puedo levantarme todavía.
Ella asintió con dulzura.
—No te muevas, te prepararé algo para el dolor.
Zeynep fue hasta la