Zeynep no podía más.
Caminaba de un lado a otro del salón, con los nervios al límite y las lágrimas contenidas. El reloj marcaba las cuatro de la madrugada. Afuera, la ciudad dormía, pero su corazón latía con fuerza, al borde del colapso.
—Dios mío… —susurró, presionando su pecho con la mano temblorosa—. Tengo que saber quién fue capaz de hacerle esto.
Su voz se quebró.
—Kerim… mi amor, ¿dónde estás?
Tomó el teléfono una vez más. Había intentado llamarlo decenas de veces, sin respuesta.
El tono de llamada se repetía como un eco cruel que la desesperaba más y más.
—Contesta, por favor… contesta… —murmuró entre sollozos.
Nada. Silencio.
Zeynep se dejó caer en el sofá y escondió el rostro entre sus manos.
—Dios mío, ayúdanos. No permitas que mi esposo haga una locura. Te lo suplico…
El silencio de pronto fue interrumpido por el sonido del teléfono.
Zeynep dio un salto.
—¡Dios mío, quién será! —exclamó, tomando el móvil con rapidez.
En la pantalla apareció el nombre de Abram.
Contestó de