En el comedor de la mansión reinaba una calma extraña. La mesa, larga y pulida, estaba servida con esmero: vajilla fina, pan recién horneado, frutas frescas y el aroma del café que impregnaba el ambiente.
Selin, aún con un aire pensativo, se encontraba sentada en la cabecera, con la elegancia que siempre la caracterizaba. Frente a ella estaba su nuera, Azra, con una sonrisa dulce mientras ayudaba a su hija de siete años a comer.
—Buen provecho, mi niña hermosa —dijo Azra, acariciando con ternura la mejilla de la pequeña.
—Gracias, abuela —respondió la niña con inocencia, mirando a Selin, que no pudo evitar esbozar una sonrisa cálida ante su nieta.
El murmullo de los cubiertos fue interrumpido por la entrada de una de las empleadas, quien con paso ágil colocó una jarra de jugo fresco en la mesa. Mientras servía, murmuró con cierta preocupación:
—La señora Zeynep no ha bajado desde que llegó… pobre chica.
Azra levantó la vista hacia la empleada, arqueando una ceja con desdén.
—Pobre chica, sí… pero ¿qué podía esperar de Kerim? —comentó con un dejo de ironía—. Él fue obligado a casarse con ella. No es para menos que el hombre huyera en su propia noche de bodas, dejándola sola. Qué vergüenza.
Las palabras se clavaron como espinas en el corazón de Selin. Con firmeza, posó su taza de café en la mesa y elevó la voz, cargada de orgullo y molestia:
—Ya basta. No quiero volver a escuchar que hablen así de mi hijo.
El silencio se hizo por un instante, pero la incomodidad flotaba en el aire. Selin bajó un poco la voz, con tono más amargo:
—Es cierto que ya hablé con él respecto a esto… pero Baruk siempre hace lo que quiere. Y si llega a escucharlas hablando así, será mucho peor.
Azra, sin perder su serenidad, ladeó la cabeza y replicó suavemente:
—No se ponga así, señora Selin. Usted conoce bien a su esposo… y también a su hijo. Kerim no volverá. Ellos ya son adultos y saben lo que hacen.
La empleada, con un gesto nervioso, intervino:
—Disculpe que la interrumpa, señora Selin. ¿Quiere que vaya a despertar a la señora Zeynep? Desde que llegó, no ha comido absolutamente nada.
Justo en ese momento, una voz clara resonó desde la entrada del comedor.
—No será necesario. Ya estoy aquí.
Todas las miradas se giraron hacia la puerta. Zeynep apareció radiante, con el cabello recogido en un peinado sencillo, pero impecable, y una sonrisa luminosa en los labios. Avanzó con paso seguro hacia la mesa, como si cada movimiento hubiera sido ensayado frente al espejo.
—Qué hermoso se ve todo —dijo con entusiasmo, sentándose con naturalidad—. Y qué delicia de comida. La verdad… ya tenía hambre.
El contraste era evidente: mientras los demás esperaban verla abatida, derrotada, Zeynep se mostraba fuerte, sonriente, como una mujer decidida a no dejar que la humillación se notara en su rostro.
Selin la observó con atención, intentando descifrar si aquella sonrisa escondía dolor… o un plan mucho más grande.
Selin la miró con ternura, dejando entrever un alivio que no sabía que necesitaba.
—¿Estás bien, hija? ¿Pudiste dormir tranquila?
Zeynep acomodó su silla y la miró con una sonrisa suave.
—La verdad es que sí, estaba muy cansada y ni me di cuenta de que ya había anochecido. Incluso hablé con Kerim. Gracias a Dios, llegó bien.
El silencio cayó de inmediato sobre la mesa. Los cubiertos se detuvieron a mitad del aire y todas las miradas se posaron en ella.
Azra, con un gesto incrédulo, arqueó las cejas.
—¿Hablaste con Kerim? —preguntó, con la voz cargada de sospecha.
Zeynep sostuvo su mirada sin titubear.
—Sí, eso dije. ¿Por qué la pregunta?
Azra entrecerró los ojos, casi disfrutando la incomodidad del momento.
—Bueno… no sé. Pensé que Kerim habría huido. Mi suegra lo ha estado llamando y él no contesta sus llamadas. Y tú ahora dices que hablaste con él…
Un leve murmullo recorrió la mesa. La pequeña nieta miraba sin entender, y hasta la empleada, de pie junto a la pared, parecía contener el aliento.
Zeynep sonrió con calma, como si hubiera previsto ese ataque.
—Bueno, es que él se quedó dormido —explicó con una dulzura impecable—. Por eso no contestó sus llamadas, querida suegra. Pero tienen que comprenderlo… está muy cansado. La boda nos dejó agotados a ambos. Mírenme, yo dormí todo el día.
Se inclinó un poco hacia adelante, bajando la voz como quien comparte un secreto feliz:
—Incluso me dijo que está loco porque arregle lo de mi pasaporte, para que pueda viajar y reunirme con él lo antes posible.
Selin la miró con ternura y le tomó la mano sobre la mesa.
—No te preocupes, hija. Todo saldrá bien. Muy pronto estarás al lado de mi Kerim.
Azra, en cambio, no apartaba los ojos de ella. Su expresión se endureció, la sonrisa se borró por completo y un aire de desconfianza se instaló en su rostro. Sabía perfectamente que Zeynep mentía. Sus palabras eran demasiado perfectas, demasiado ensayadas. Estaba segura de que todo era un intento desesperado por no ser vista como una mujer humillada y abandonada en su propia noche de bodas.
Pero lo que más le sorprendió fue la determinación en los ojos de Zeynep: esa muchacha no estaba dispuesta a dejarse pisotear por nadie.
Al día siguiente, la casa amaneció en un silencio extraño. El sol apenas se filtraba por las cortinas cuando Baruk, Selin y Emir se despidieron de Zeynep en la entrada.
Baruk, con su porte imponente, la miró fijamente.
—Ya está todo listo para que te reúnas con tu esposo —dijo con voz firme, como si esas palabras fueran una orden.
Zeynep sonrió, fingiendo seguridad.
—Sí, claro.
El taxi se detuvo frente a la mansión. Ella subió con las maletas y, mientras el vehículo se alejaba, su mirada se perdió en el horizonte. Por dentro, sabía que todo era una locura, pero no tenía otra opción: debía enfrentar a Kerim.
En el aeropuerto, el bullicio de viajeros la envolvió. Cada paso hacia la puerta de embarque era un recordatorio de lo que estaba a punto de vivir. “¿Qué dirá Kerim apenas me vea?”, pensaba, con el corazón latiendo con fuerza.
Varias horas después, el avión aterrizó en Berlín. El cielo estaba nublado, un contraste con la claridad de su país. Tomó un taxi con la dirección que le habían dado. En el camino, se aferraba al bolso que llevaba en las piernas, mientras su mente no dejaba de imaginar la reacción de Kerim: enojo, indiferencia, sorpresa… ¿o algo peor?
El taxi se detuvo frente a un edificio elegante de varios pisos. Zeynep bajó lentamente, observando a su alrededor con cautela. Sus piernas temblaban, pero logró avanzar hasta la entrada. Miró el número del apartamento escrito en un papel, respiró hondo y presionó el botón del timbre.
Esperó con el corazón en la garganta, los segundos parecían eternos. Finalmente, la voz que salió del intercomunicador la dejó helada.
—Kerim, mi amor, ¿olvidaste tus llaves? —dijo una mujer con tono dulce y familiar.
Zeynep sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. Por un momento no pudo reaccionar. Tragó saliva y, con un suspiro cargado de rabia contenida, respondió:
—¿Puedes abrirme, por favor? —dijo con la voz firme, aunque un temblor de enojo se asomaba en cada palabra.
Hubo un breve silencio al otro lado, y la mujer replicó con sorpresa:
—Disculpe… ¿es usted familiar de Kerim?
—Sí, lo soy —contestó Zeynep con un tono cortante—. Y estoy muy cansada, así que ábrame.
La mujer dudó un instante, pero finalmente se escuchó el sonido del portón liberándose. Zeynep empujó la puerta, cruzó el umbral con el corazón latiendo a toda prisa y el pensamiento ardiendo: “Kerim, me las vas a pagar”.