El silencio llenaba el apartamento. Solo se escuchaba el tic-tac insistente del reloj colgado en la pared, como si cada segundo midiera el peso de sus pensamientos. Kerim y Zeynep salieron del cuarto sin pronunciar palabra; el aire estaba cargado de algo más denso que la culpa: una mezcla de cansancio, incertidumbre y un hilo invisible de cariño que ninguno se atrevía a reconocer.
Kerim caminó hacia la cocina. Su paso era lento, medido, como si temiera romper la frágil calma que acababa de instalarse entre ellos. Zeynep lo siguió sin decir nada, con el bebé dormido aún en su mente y su corazón latiendo con fuerza bajo el pecho. Cuando llegaron, Kerim abrió la nevera y sacó una jarra de jugo. El vidrio helado le humedeció los dedos. Sirvió en dos vasos, llenándolos casi hasta el borde, y colocó uno frente a Zeynep.
—Toma —dijo en voz baja, sin mirarla directamente—. No sé cómo sucedió todo esto, te lo juro. No lo entiendo…
Su voz se quebró en la última palabra.
Zeynep lo observó, entre