En el pequeño apartamento de Azra, la penumbra lo envolvía todo. Las cortinas cerradas, las luces apagadas y el aire cargado de tristeza daban al lugar un aspecto opresivo. Azra estaba sentada en el borde del sofá, con el rostro hundido entre sus manos. Las lágrimas corrían sin cesar por sus mejillas, empapando la tela de su vestido. Su respiración era entrecortada; cada sollozo le partía el alma.
A pocos pasos, Abraham la observaba con fastidio, recargado contra la pared. Llevaba los brazos cruzados, el ceño fruncido y una expresión de desesperación contenida. Zeynep le había dejado una orden clara: mantener a Azra controlada y lejos de cualquier intento de recuperar al bebé. Además, una suma considerable de dinero le garantizaba su lealtad.
—Ya basta —dijo finalmente, su voz ronca y cortante—. Deja de llorar, por Dios. Me tienes al borde con tu lloradera.
Azra levantó la cabeza lentamente, los ojos rojos y brillantes por el llanto.
—¿Cómo puedes decirme eso, Abraham? —gritó con la v