El reloj marcaba las diez de la mañana cuando el timbre del apartamento sonó. Zeynep, que aún tenía el corazón acelerado por la discusión con Kerim, se secó las lágrimas con el dorso de la mano. Tomó aire, se alisó el cabello y caminó hacia la puerta. Cada paso que daba resonaba en el silencio del lugar, acompañado solo del suave murmullo del bebé que dormía en la habitación.
Cuando abrió la puerta, una oleada de voces llenó el aire.
—¡Sorpresa! —dijo Selim con entusiasmo, abrazándola con cariño—. Hola, querida.
Baruk le dio un beso en la frente.
—Felicidades, hija. —Su voz sonaba llena de orgullo—. ¡Nos has dado una gran alegría!
Zeynep, fingiendo serenidad, sonrió dulcemente.
—Gracias, padrino. Me alegra verlos.
Emir apareció detrás de ellos, con una sonrisa traviesa.
—Cuñada, felicidades. —Le guiñó un ojo—. Ahora sí, mi hermano se convirtió en todo un hombre.
Ariel, con su elegancia habitual, se acercó y la saludó con un beso en la mejilla.
—Felicidades, querida. Diste en el clavo