Zeynep estaba en el apartamento; el aire olía a leche tibia y a perfume suave. Sostenía al bebé en sus brazos, con ternura infinita. Lo acunaba mientras hablaba en voz baja, como si sus palabras pudieran tejer un futuro.
—Mira, mi amor… —susurró, acariciando la mejilla del pequeño—. Tienes los mismos ojos que tu padre, ¿lo sabías? Cuando él te vea, no lo podrá negar. —Sonrió, con un dejo de ironía—. Pero también verá lo que perdió… porque te juro, Kerim Seller, que te haré la vida un infierno.
El niño se movió un poco, haciendo un suave sonido, y Zeynep lo besó en la frente. Caminó por la sala con el bebé en brazos, imaginando el momento en que Kerim cruzaría la puerta y vería aquel cuadro perfecto: ella, su “esposa”, con su “hijo”.
Entonces, la cerradura sonó.
El ruido metálico del picaporte girando hizo que el corazón de Zeynep se detuviera por un segundo. Contuvo la respiración. La puerta se abrió, y allí estaba Kerim. Su figura imponente llenó el marco de la entrada, con la maleta